Asistimos atónitos a la filtración de ese borrador de ley promovido por el gobierno autonómico catalán, que hemos conocido en fechas recientes. Este documento se postula como el marco legal para acelerar el proceso de desconexión de Cataluña con el resto de España, y ha recibido, en un intento de dotarle de la autoridad jurídica de la que carece, el nombre de Ley de Transitoriedad Jurídica.
La transición, y eso se omite, es inexorable, sí, pero hacia las tinieblas. No otra cosa puede colegirse de tamaño bodrio de apariencia (pseudo) jurídica en base al cual el Gobierno de una Comunidad Autónoma- esto es, de una demarcación administrativa del Estado- se arroga la potestad de declarar la independencia unilateral en base a un derecho inexistente. Este ejercicio de voluntarismo jurídico, en la escalofriante peor tradición histórica de los regímenes autoritarios, tiene por objeto crear el marco de legitimidad que las propias leyes democráticas, deliberadas y votadas por el conjunto de los titulares de la soberanía nacional, no contemplan. El traje a medida confeccionado por estos sastres de la independencia reúne todos los requisitos para responder a la voz de golpe de Estado. Sin atajos ni disimulos, quizás extemporáneos en este momento avanzado de descomposición democrática.
Así, el presidente de la nueva República – valga la paradoja de maltratar las palabras, pues nada más alejado del espíritu republicano que las unilaterales rupturas de ciudadanía en nombre de la identidad – se vería investido de la potestad de nombrar al Fiscal General de Cataluña (sic) y al presidente del quimérico Tribunal Supremo Catalán. Como suena. Semejante fórmula, destilería del peor despotismo, haría bueno, en fin, al muy mejorable sistema de elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial en nuestro país. Cosas veredes.
Pero hay más. La presunta ley ampararía, ni más ni menos, una amnistía generalizada de todas las causas vinculadas con el proceso independentista. Como una burda réplica de la otrora afortunada amnistía post franquista, nuestros aprendices de totalitarismo jurídico introducen obiter dicta (dicho de paso), como en las peores sentencias, un generalizado sobreseimiento y archivo de múltiples casos de corrupción que, al calor de las ínfulas patrióticas y de los hechos diferenciales, han proliferado por doquier. La bandera eximiendo hasta sus últimas consecuencias los onerosos deslices de la cartera, ya saben.
Igualmente, la Generalitat, investida de un poder casi omnímodo, pasaría a ser titular de cualquier clase de derecho real sobre todo tipo de bienes en Cataluña. Como si de una entidad sobrenatural se tratase, como si la demarcación administrativa en cuestión no fuese sino un páramo secular de identidades diferenciales, el documento de marras habilitaría una especie de incautación de los bienes del Estado que operaría en el vacío. Sin atisbo de vergüenza ajena, como si semejante propuesta tuviera encaje distinto al que habilita el Código Penal. De un tenor semejante, la propuesta de revocar los concursos públicos convocados y aprobados por los funcionarios del Estado que, sin embargo, y dentro de la magnanimidad de los próceres de la ruptura, tendrían la oportunidad de… volver a concurrir a los concursos públicos que se convocaran en Cataluña. Suponemos, en fin, que arbitrados bajo criterios étnicos. Hasta un descreído impenitente lo diría: ¡qué Dios nos pille confesados!
Este borrador de ley, por decir algo, no es que sea una verdadera charlotada de mal gusto, ni que triture algunos principios básicos de nuestro ordenamiento jurídico como la separación de poderes, la seguridad jurídica o la jerarquía normativa. Todo eso también. Es que, además, y si hemos de ser medianamente rigurosos, no pasaría los filtros más básicos y rudimentarios del ordenamiento jurídico de un sistema autoritario laxo. Es tan inconcebible, tan grotesco, tan irrespetuoso con los más elementales principios democráticos que parece diseñado por un caricaturista. En eso parece estar degenerando el prusés: en una mala y peligrosa caricatura, articulada al son de la desobediencia flagrante, de la inobservancia deliberada de la ley y la Constitución, de la desconexión radical con la democracia y todas sus garantías. Cualquier otra denominación que la de golpe de Estado sería eufemística y tramposa.
El Estado no puede mirar hacia otro lado. No cuando se inflige un golpe tan deliberado y letal contra sus cimientos, contra toda la arquitectura constitucional. Hay instrumentos de posible y factible aplicación (el Tribunal Constitucional, la Constitución española y su artículo 155, y el Código Penal, entre otros), y su no aplicación sólo obedecería – y obedece- a tacticismos políticos, a incongruentes equilibrismos entre quien está investido de legitimidad democrática y quien desafía la misma y no piensa ceder un ápice en este desafío. La transitoriedad que se nos presenta es hacia un Estado sin ley, hacia una ruptura radical de la ciudadanía compartida de todos los españoles y de la democracia que nos ampara. Y cuando la ley democrática decae – siempre ha sido así a lo largo de la Historia- suele entronizarse inmediatamente después la ley del más fuerte. Las tinieblas, en fin.
Ésa, y no otra, es la transición que pretenden. Con la pasividad irresponsable de la derecha gobernante y la aquiescencia cómplice de nuestra izquierda reaccionaria. Razones de sobra hay para alzar la voz. Sin demora ni dilación, porque a la salida del túnel, el que nos compelen a recorrer con la manida transitoriedad, nos espera uno de los males superlativos que puede experimentar la humanidad: asistir al levantamiento de una nueva frontera.
No lo permitamos.