El giro «a la izquierda» de Pedro Sánchez

 

Leemos incesantemente en los periódicos que Pedro Sánchez ha proclamado – y lleva ya meses haciéndolo – el giro a la izquierda del PSOE. Reivindicada la etiqueta, con estruendoso fervor, no seré yo quien desprecie a priori la articulación de tan inapelable definición ideológica, puesto que disto mucho de pensar que las definiciones ideológicas son per se perniciosas. Sí que me gustaría que todos nos interrogáramos sobre qué debería significar tal giro sobre el papel y que luego hiciéramos el esfuerzo intelectual de juzgar, sin exacerbadas pasiones y con racionalidad, si las políticas que se anuncian desde la dirección del PSOE corresponden al anunciado viraje. Propongo ese esfuerzo, tal vez estéril para algunos, evitando partir de la asunción simplista de que girar a la izquierda sea bueno o malo en sí mismo, sino como honrado intento de no tergiversar desde el inicio los conceptos y vaciarlos de significado de tal manera que operen como máscaras nominales dentro de las cuales pueda caber cualquier cosa y de cualquier manera. 

Pedro Sánchez ha proclamado en numerosas ocasiones que el PP tiene que salir del gobierno, y que España merece, en consecuencia, otro gobierno. Se antojaría, por tanto, imprescindible articular una nueva mayoría en la izquierda para que sea factible ese desalojo gubernamental en las urnas. En principio, ese anhelo no tiene por qué resultar ajeno para quienes compartimos el deseo de que cristalice en nuestro país una gran alternativa progresista. Dicho esto, no bastaría a mi juicio con definir dicha alternativa progresista por contraposición automática y pueril a todo lo que provenga de la derecha. Creo que no exagero si digo que cada vez resulta más sencillo advertir rasgos de forzada escenificación de una alergia visceral al Partido Popular que, en demasiadas ocasiones, va aparejada a la simbiosis o alineación con fuerzas políticas que habitan, por definición ideológica, extramuros de todo compromiso progresista. Fuerzas, digámoslo claro, eminentemente reaccionarias. Dicho en corto, para ser alternativa a la derecha hegemónica hoy electoralmente, no debería valer todo.

Cuando Pedro Sánchez abre el abanico de la izquierda nominal y mira con complacencia hacia los sectores más genuinamente populistas y nacional-populistas del espectro político español, uno se pregunta inevitablemente por la credibilidad progresista del proyecto. Cuando vemos a tantos de sus colaboradores, críticos con una cierta derechización del PSOE que no niego, cifrar como imprescindible condimento ideológico de esa alternativa a las derechas conservadoras y neoliberales la sumisión a las siempre regresivas recetas identitarias, uno no puede dejar de sentir un incómodo escalofrío. Cabría preguntarse, sin estridencias ni apriorismos, qué hay de izquierda – entendiendo por ésta la imprescindible tradición transformadora que nace de las coordenadas republicanas de libertad, igualdad y fraternidad de la Revolución francesa, en su hora más democrática – en la abducción por los fraccionamientos de la ciudadanía compartida, garantía última de nuestra igualdad, que proponen los nacionalistas. Qué hay de progresista en la multiplicación de los muros y fronteras que populistas y nacional-populistas reclaman a cada poco. Qué hay de izquierda en la defensa de la desigualdad en nombre de la identidad. No parece descabellado afirmar que la propuesta nacionalista de quebrar las políticas de redistribución entre las CCAA con mayor renta y aquellas menos favorecidas tiene entre poco y nada de ese espíritu transformador e igualitario que debe caracterizar a la izquierda.

Un Estado debilitado por dinámicas centrífugas como las que, ya sin disimulo, apoya Pedro Sánchez en su alborotado plan de alianzas para desalojar a la derecha del gobierno sería un Estado inhabilitado para ejercer sus potestades sociales, y para ser, en definitiva, un verdadero Estado de Bienestar capaz de reformularse y preservar, sin mermas ni drásticas involuciones, su capacidad inclusiva y social. El orden de prioridades de cierta izquierda oficial, satisfecha en la superficial proclama de ser más de izquierdas que nadie, parece averiado. Haber comprado la mercancía de los adversarios más genuinos que por definición debería tener la izquierda- los nacionalistas identitarios que defienden en nombre de la identidad las cavernarias desigualdades de origen- implica, bien por desconocimiento, bien por oportunismo electoral, una verdadera traición a los mejores cimientos ideológicos de la izquierda.

Pedro Sánchez parece, así, empeñado en malbaratar cualquier alternativa creíble a la derecha gobernante. El proyecto que se vislumbra, entre prédicas plurinacionales e identitarias, no supone giro a la izquierda alguno, más allá de la escenificación y el boato. El preconizado giro, más bien, es un verdadero trampantojo político. Un engaño en perspectiva, que consiste en simular lo contrario de lo que se propone. El giro identitario que se vislumbra tras las proclamas y el marketing tiene poco de izquierdas y mucho de reacción. El viaje hacia la caverna identitaria es un viaje reaccionario, en las antípodas de una izquierda progresista y universalista, enemiga de la atomización de las fronteras y de las arbitrarias diferencias de origen a que éstas nos condenan.

Consuela pensar que estas dinámicas erróneas, hoy instaladas lamentablemente en la dirección del PSOE, no suponen un eclipse generalizado de voces diferentes que reivindican alternativas diferentes. Voces que no se resignan a mimetizarse con el paisanaje liberal-conservador, pero que son plenamente conscientes de que cualquier alternativa para reconstruir la izquierda en su variante progresista ha de pasar por su definitiva e irrevocable emancipación respecto a tan anacrónicos y reaccionarios compañeros de viaje. Algunas de esas voces están ya, precisamente, surgiendo y organizándose con la firme convicción de explorar todas las vías posibles para que el sueño de una izquierda comprometida con su vocación emancipatoria cristalice en una alternativa política tangible y real.

El precio de la civilización

 

Sostenía el magistrado norteamericano Oliver Wendell Holmes Jr. que «los impuestos son el precio de la civilización». En este tiempo que nos ha tocado vivir, en el que la posición antipedagógica de comentaristas y todólogos ubicuos pasa por considerar de manera generalizada todo impuesto como un robo del Estado – y a éste como una estructura coercitiva que constriñe un estado de naturaleza ideal y libérrimo (tan bucólico como irreal) – se antoja más necesario que nunca recuperar la cita y centrar el debate con el mínimo rigor.

¿Todos los impuestos son iguales, los directos y los indirectos, los progresivos y los proporcionales, los que gravan las rentas del trabajo y los que gravan las del capital? El ex presidente José Luis Rodríguez Zapatero llegó a proclamar, en pleno furor electoral, que bajar impuestos era de izquierdas. Terminó, claro, subiendo el IVA, impuesto que grava el consumo y carece de la progresividad de otros tributos, afectando especialmente a las rentas más bajas y a las personas más débiles. Ciertamente, la estigmatización generalizada de los impuestos ha sido asumida con fruición por propios y extraños, a un lado y otro del tablero político. Para que luego digan que la socialdemocracia ha fracasado. Con políticas fiscales del calado antisocial de la reseñada, más bien habrán fracasado los espurios sustitutos que algunos han vendido bajo ese disfraz, desprovisto completamente de su significado primigenio.

Es harto complicado sostener hoy posiciones políticas diferentes, y desarrollar la difícil pero imprescindible pedagogía fiscal – alejada de todo populismo rampante – de explicar que sin impuestos, los servicios sociales son insostenibles. Sin una presión fiscal proporcionada y justa, el Estado de Bienestar no será más que una entelequia teórica presta a ser desmantelada, como por otra parte pretenden muchos de los que calumnian al Estado imputándole sin rubor delitos varios de apropiación indebida.

Recientemente trascendió a la prensa la noticia de una exención fiscal para las rentas bajas. Cabría ser prudentes antes de hagiografiar la medida, lanzando las campanas al vuelo y aprovechando la ocasión para hostigar cualquier noción impositiva como sostén de la solidaridad. Quizás garantizar que quien paga muy poco no pague nada no sea algo descabellado. Tal vez pueda ser hasta positivo. Pero cabría reflexionar sobre si esta medida revertirá los verdaderos dramas que asolan, en forma de desigualdad creciente, nuestras sociedades. Cabría, al tiempo, interrogarse si es justa compensación a esta frugal rebaja fiscal el progresivo desmantelamiento de los servicios sociales al que nos abocan amnistías y fraudes fiscales, o contribuciones deficientes de las rentas del capital y  de las grandes empresas o patrimonios. Porque de lo que no cabe la menor duda es de que, en un contexto laboral de generalizada precariedad y dramática proliferación de los sueldos paupérrimos y los contratos basura, cuando no en perfecto fraude de ley, esas rentas bajas no pueden permitirse que un leve ahorro instantáneo en sus economías sea neutralizado con drásticos recortes en sus derechos sociales. Y por ese escalofriante camino sigue discurriendo la dinámica política predominante, sustentada en la hegemonía ideológica del mantra neoliberal y desregulacionista.

No, ni todos los impuestos son iguales, ni la gran mayoría de ellos suponen una injusticia en un sistema fiscal verdaderamente progresivo. De lo que se trata, más que de engordar las páginas del papel cuché neoliberal, es de garantizar que los sistemas de protección social que han transformado en positivo la vida de millones de personas (que, en cualquier otro contexto, vivirían al borde de la marginación social) puedan garantizarse en cuanto a su sostenibilidad y su calidad. Ése es el legítimo deseo de quienes somos conscientes de que en la vida los seres humanos nacemos en contextos sociales dispares y desiguales, y que, a lo largo de nuestra existencia, diferentes factores -algunos completamente ajenos a nuestra voluntad- agravan o pueden agravar dichas desigualdades. Por eso precisamente, merece la pena trabajar para articular sociedades más equitativas y justas, donde los más débiles no sean avasallados por la dramática arbitrariedad de los estados de naturaleza, donde siempre impera la «natural» ley del más fuerte.

Junto al viejo magistrado, yo también creo que los impuestos -un sistema fiscal justo y verdaderamente progresivo, donde los que más tienen contribuyen más a la solidaridad del resto de sus conciudadanos- son el precio de la civilización. El justo y ponderado coste ético de no vivir en un mundo de cartas marcadas a perpetuidad, donde la brecha entre poderosos y débiles sea insalvable. Un precio justo para un mundo mejor.