Crecen las voces sobre la conveniencia de ser flexibles con el independentismo catalán. A la consabida amalgama de supremacistas identitarios y presuntos izquierdistas arrodillados intelectual y políticamente ante el proyecto xenófobo del nacionalismo, se suman ahora variopintas voces de las altas esferas económicas con la intención, poco velada, de buscar un espacio propicio para el enjuague en marcha. Un enjuague, huelga decirlo, contra la igualdad de todos los ciudadanos españoles.
Desde la patronal catalana y algunos prohombres de las finanzas de Madrid, pasando por el Ministro de Economía, hasta la financiera JP Morgan y algún bien relacionado fundamentalista de mercado, oráculo de la desregulación y el ultraliberalismo, todos al unísono, con uno u otro perfil, vienen a coincidir en lo esencial: la solución pasa por una componenda con los nacionalistas catalanes.
Bien pensado, algunos liberales económicos no dejan de ser consecuentes con su catecismo: sienten aversión hacia la idea de Estado, en tanto que espacio político de decisión conjunta, reglado y tendente a la justicia y la distribución solidaria entre el conjunto de sus conciudadanos. Para el fundamentalismo de mercado, semejante realidad es una injerencia en su idealizada libertad natural, la característica del estado de naturaleza, sin límites para cualquier ejercicio individual… atropellos y arbitrariedades incluidos. Por tanto, el desmembramiento de los Estados y su sustitución por pequeños clubes privados de libre adhesión individual es visto con simpatía por los más dogmáticos de esos dominios ideológicos, sustentados doctrinalmente en la defensa integral de la secesión operada en el vacío, que autores como Hayek o Von Mises sostuvieron con fruición. Otras voces, menos enraizadas en la procelosa teoría, y más interesadas en la praxis del negocio (de su negocio privado), sueñan con una Arcadia feliz: una Cataluña fértil para las deslocalizaciones y los lucrativos enriquecimientos personales, con fiscalidades domesticadas al servicio de los intereses de unos pocos. Por último, un tercer grupo, más taimado, el de los apaciguadores profesionales, conscientes de las dramáticas consecuencias que para las grandes transacciones comerciales tendría la ruptura, pero más preocupados por la dádiva anestésica que por la ardua labor de batallar a favor de la ciudadanía y la igualdad, se muestran partidarios de poner encima de la mesa un pacto fiscal a la vasca para Cataluña. Consistiría en instaurar una vez más una suerte de redistribución inversa, en la que los más débiles del país contribuyan, a través de la degradación de sus servicios sociales y el recorte agravado de sus derechos, a blindar los intereses insaciables de las oligarquías más privilegiadas.
Pensar que esas voces, que reverberan con fuerza desde diversos altavoces del capital, son espontáneas y carecen de interrelación me parece, cuando menos, profundamente naif. Puede que su coordinación no sea explícita pero comparten un indudable denominador común ideológico: el desprecio a la idea de Estado, y al propio Estado como vehículo de igualdad. Al romperse el espacio político compartido – bien público por excelencia -, barruntan algunos, los límites para el mercado serán menores. No parece una ecuación difícil de descifrar: a mayor atomización de los espacios públicos, menor posibilidad de controlar los abusos y atropellos del mercado, o de revertir sus disfuncionalidades e injusticias.
No me cabe la menor duda de que, al son de estos cantos de sirena, se está cocinando a fuego lento un apaño para anestesiar el “prusés”, y lograr su aletargamiento durante un breve lapso temporal. Así de miope es el cortoplacismo de algunos. Saben que la moneda de cambio a pagar, si bien onerosa, no recaerá sobre sus espaldas: no temen el incremento de las desigualdades entre CCAA, ni el crecimiento en la brecha de asimetrías territoriales sangrante ya en nuestro país, y menos aún les importa si todo esto se soluciona con una merma de derechos de una parte de los ciudadanos españoles, ya acostumbrados, en fin, a los agravios de toda clase, vía derechos históricos y regímenes fiscales privilegiados. A las élites económicas y sus satélites de diversa índole nunca les ha interesado un discurso jacobino, de igualdad y ciudadanía compartida, que combata al nacionalismo sin complejos, en la vanguardia ideológica. Nunca les ha interesado una reforma constitucional que acabe con la tan loada competencia fiscal entre regiones, y recupere competencias para el Estado en temas fundamentales para vertebrar la igualdad de todos como la sanidad o la educación. Prefieren ocuparse y preocuparse de sus intereses privados, y tan comprensivos como suelen mostrarse con los recortes sociales, pueden llegar a serlo en un momento determinado con el recorte del país. Pues no otra cosa que recortar el país supone e implica aumentar la brecha de las desigualdades entre españoles, y en especial entre débiles y poderosos.
Mientras se amasa la componenda, y el pastel del apaño fiscal va tomando forma por momentos, la izquierda oficial sigue a lo suyo. Totalmente ciega, voluntariamente ciega ante la impostura de querer hacer pasar esta ruptura supremacista e identitaria por una revolución transformadora. Extraviada y sumisa ante el nacionalismo reaccionario – valga la redundancia – permanece silente ante el tenebroso proyecto de levantar una frontera entre conciudadanos. Entre trabajadores. Para aumentar aún más la brecha de las desigualdades sociales; para hacer irreversiblemente inviable cualquier proceso de redistribución de la riqueza entre los de arriba y los de abajo. Cómplice, cuando no cooperadora necesaria, de un proyecto anti-igualitario, rabiosamente reñido con las bases más irrenunciables de la izquierda: el internacionalismo, la solidaridad, la fraternidad, la igualdad. Echando al olvido, con saña, a Rosa Luxemburgo, más próximos al supremacismo etnicista de unos y al fundamentalismo individualista de los Von Mises y compañía, con el que fantasean otros. En hedionda pinza contra la ciudadanía universal, contra el Estado democrático e identitariamente laico que es España, garantía de convivencia y derechos iguales. Y, por todo ello, sepulcralmente silente ante la tentación capital de algunos de ofertar la igualdad de todos como moneda de cambio para adormecer el chantaje nacionalista. Hasta su nuevo brote.
“¡A la calle! Que ya es hora de pasearnos a cuerpo y mostrar que, pues vivimos, anunciamos algo nuevo” escribió Gabriel Celaya. Es hora, en efecto, de que la izquierda internacionalista, igualitaria, comprometida con la ciudadanía y la igualdad de todos, abandone el papel minúsculo y testimonial que determinados poderes fácticos le tienen reservado, para comodidad y alivio de demasiados. No se trata de temer, acomplejada y vergonzantemente, coincidencias con el PP en la defensa del Estado de Derecho – como si el medidor de izquierdismo fuera el pueril y automático distanciamiento de “los fachas”; como si, en última instancia, hubiera algo más facha que el intento de convertir a millones de personas en extranjeros en su país- . Se trata de abanderar, en la vanguardia ideológica y sin concesiones, la defensa de la igualdad de todos los ciudadanos. Se trata de reivindicar el Estado como espacio público compartido, no sujeto a ningún proceso de privatización. Se trata de ejercitar el derecho a decidir de verdad: el que nos corresponde a todos, en tanto que conciudadanos españoles. Se trata, en fin, de preservar la unidad de ciudadanos libres e iguales, integralmente laica, donde cada uno sienta lo que le dé la gana, pero nadie esté facultado para secuestrar la ciudadanía de nadie.
Así, cuando más temprano que tarde determinadas voces nos presenten su proyecto de capitulación, consistente en conceder más privilegios a los privilegiados y menos derechos para el resto de ciudadanos, será imprescindible que sepamos responder convincentemente. Alzando una nítida voz, firme, serena, cívica y jacobina, de punta a punta de España, para, en palabras de Primo Levi, ejercitar la última facultad que nos queda: «la de negar nuestro consentimiento”.