«El nacionalismo es un sentimiento» nos dicen los nacionalistas, como si esgrimir la cualidad emotiva disipase el debate y esfumara cualquier réplica. La apelación identitaria operaría así como tranquilizante contra las siempre incómodas dudas inherentes a la discusión racional, y contra los argumentos sólidos que malogran zonas de confort, en las que una proclama hueca sirve más que un discurso hilado.
Vayamos por partes. Sentimientos tenemos todos, ésta es una consideración bastante irrelevante cuando de lo que hablamos es de democracia. Aunque concedo que los sentimientos de algunos pueden pasar por constituirse en nación étnica, irremisiblemente enfrentada al vecino. Otros, por sentir, hasta se sienten oprimidos por Estados pretendidamente autoritarios aún disfrutando de altavoces mediáticos plurales para contar sus pesares (y distorsiones). Unos cuantos confiesan conmoverse ante la mera hipótesis de edificar un muro «a lo Trump» entre conciudadanos. Los sentimientos de otros podrían ser, v.g., no pagar impuestos. A algunos nos provoca más emoción -¡somos así de raros, he fe confesarles!- un futuro con menos fronteras y prejuicios pero, en fin, para gustos (y sentimientos), los colores.
La ciudadanía, a pesar de los esfuerzos diarios en emborronar el concepto, no es un dolor de estómago. No nace del terruño, no brota de ningún árbol, ni de unos ancestros compartidos, ni de un héroe mitológico que dio su vida por la redención de todos nosotros. La ciudadanía no da gusto, ni comodidad o incomodidad, ni se siente ni se deja de sentir. La ciudadanía son las leyes democráticas que nos igualan a todos y frente a las que todos somos (o deberíamos ser) escrupulosamente iguales. Por ello, cualquier intento de parcelar la ciudadanía, esto es, de restringir el perímetro de seres humanos que disfrutan de sus derechos, es inaceptable. Inaceptable democráticamente.
Lo único que una persona con buenos sentimientos (ya que tanto se incide últimamente en ellos) puede desear es que el prójimo desarrolle las identidades… que le vengan en gana. Como si es bipolar o alberga en su seno hechos diferenciales diversos y contradictorios. Un señor de Huelva puede casarse con una señora de Cantabria, e irse juntos a vivir a Galicia y sentirse genuinamente gallegos. Claro que sí. Pueden hasta no sentir un ápice de sentimiento por España. O todo el furor patriótico que deseen. Y ni una ni otra consideración emotiva les habilita para tomar la decisión de romper los derechos que un andaluz puede y debe tener en los hospitales, escuelas, transportes o servicios de todo el país.
La ciudadanía democrática es lo que permite que desarrollemos tantas identidades libres como queramos. De ahí que la única modificación aceptable del perímetro de aplicación de nuestros derechos de ciudadanía es su EXTENSIÓN, no su restricción. Lo aceptable (y deseable) sería procurar que un luxemburgués y un italiano pagaran los mismos impuestos y que un griego y un sueco tuvieran los mismos servicios sociales. Ampliar los derechos de ciudadanía no vulnera más que fantasmas regresivos como la insolidaridad, pero no ataca ningún cimiento de la democracia.
Huelga añadir que el derecho de autodeterminación, más allá de la supongo «modélica» Constitución de Etiopía, no encuentra encaje legal en ningún texto democrático, descontados -y perdonen la obviedad- territorios postcoloniales y oprimidos políticamente. Ningún sistema de derecho que no sea soporte de un tinglado despótico puede permitir que, de buenas a primeras, y en nombre de las identidades, alguien levante un muro entre conciudadanos y diga: a partir de aquí, de esta línea, unilateral y arbitrariamente trazada, tú eres extranjero y tus derechos no son de aplicación.
Tal vez el nacionalismo sea una cuestión de sentimientos. La insolidaridad, la querencia por el privilegio, la xenofobia… son, por lo demás, sentimientos, sí, pero sentimientos perniciosos, oscuros, que entroncan con lo peor de la humanidad. Una ideología- con tintes a veces mesiánicos, que le acercan a los peores estigmas y dogmas de las religiones- y sólo una ha hecho de una condición tan aleatoria y fortuita como el lugar de nacimiento el verdadero elemento de segregación y supremacía política (he ahí todo su fundamento): esa ideología se llama nacionalismo. Una abigarrada suma de impostura democrática y esencialismo, trufada de racismo. De racismo puro y duro. A veces formulado con ciertos barnices formales que lo edulcoran, otras presentado abrupta y primitivamente, sin filtros.
Sentimientos tenemos todos, sí, pero de tan mala calidad ética y democrática como los que pretenden imponer ustedes, nacionalistas de todas las fronteras, les concedo que no.