Pensiones, linternas y héroes

El intento de poner en tela de juicio nuestro sistema público de pensiones no es nuevo. No se trata, tampoco, de un movimiento espontáneo derivado de un estudio técnico sosegado que arroje conclusiones unívocas. Junto a esa impugnación encontramos otra de corte análogo pero proyección más general que apunta directamente al conjunto del Estado del bienestar. Detrás de las clásicas admoniciones que advierten sobre la insostenibilidad o ineficiencia de todo lo público en demasiadas ocasiones aguardan entreverados hondos prejuicios ideológicos.

No obsta lo anterior para reconocer que el tema es de una importancia capital y las soluciones precipitadas o lo eslóganes propagandísticos aportan más bien poco. Ninguna experiencia empírica puede garantizarnos que la sustitución del actual sistema de reparto por un sistema de capitalización serviría para garantizar las mínimas condiciones de dignidad y justicia exigibles, aunque quizás tal vez encajaría de mejor modo con los canónicos mantras inherentes a la cosmovisión del sálvese quien pueda, donde cada ser humano debe focalizarse exclusivamente en sí mismo, sin importarle lo más mínimo la suerte que corren el resto de conciudadanos. En ese sentido, son bien conocidas las recetas de quienes, utilizando la magistral metáfora de Fernando Savater, loan la oscuridad de las tinieblas por ser naturales, excepto para aquellos pocos héroes que pueden conseguir su propia linterna.

Son varios los retos descomunales que enfrentar para garantizar unas pensiones públicas dignas y justas. El primero de ellos apunta de manera clara a un mercado laboral donde abunda la precariedad más absoluta. Ahí tenemos la proliferación de micro-trabajos, contratos basura y millones de ciudadanos que trabajan en la económica sumergida o en formas contractuales fraudulentas que no se traducen en cotizaciones de ninguna clase. Un mercado laboral con salarios de miseria y excedente de contratos fraudulentos resulta devastador para las cotizaciones y la sostenibilidad de nuestras pensiones. Si en vez de eludir todo lo anterior y dejar operar como presunción indiscriminada el prejuicio ideológico que revoca todo lo público combatiésemos de manera decidida esta precariedad, tal vez el estado actual de cosas sería diferente.

A lo anterior, se le debe sumar el ineludible debate presupuestario del binomio gastos – ingresos. No dejar de ser chocante que en un país donde el Estado de las Autonomías ha adquirido una dimensión nuclear, se aluda a medidas de austeridad indiscriminada sin reparar que, de aplicarse contracciones en el gasto público, tal vez debiera haber importantes prioridades y líneas rojas. Además, otra pregunta se colige de lo anterior indefectiblemente ¿el alto grado de descentralización inherente a nuestro modelo autonómico redunda en beneficio de la igualdad, la justicia social y la redistribución de la renta? Ahí tenemos los últimos estudios de Piketty, argumentando de manera impecable como el proceso desencadenado de vaciamiento del Estado central llevado a cabo en España ha infligido graves perjuicios a la igualdad y equidad del país y ha debilitado las potencialidades redistributivas de las instituciones. Así, desde una óptica de izquierdas, no debería haber dudas en fijar prioridades a la hora de racionalizar gastos superfluos que parecen absolutamente indisputables en España. Máxime cuando los últimos siete años nos dejan lecciones insoslayables de las nefastas consecuencias que para la recuperación económica ha tenido el austericidio indiscriminado y brutal que fue practicado, muy alejado de una ponderada y razonable racionalización del gasto público improductivo.

Otro capítulo presupuestario ineludible, aún más tabú que el de los gastos, es el de los ingresos. En los últimos tiempos, dentro de esa retórica inflamada que tacha de demagógico cualquier defensa de nuestros servicios sociales y en cambio muestra acrítica aquiescencia con todos los mantras neoliberales, se han defendido simplezas dañinas como que el dinero donde mejor está es en el bolsillo del contribuyente. Suele faltar la imprescindible precisión de identificar en el bolsillo de qué específicos contribuyentes (amnistiados) se pretende que ese dinero esté. O explicar, por ejemplo, la contrapartida – en términos de recortes sociales, como el que se pretende en nuestro sistema de pensiones – que acarreará descuidar la partida de ingresos públicos, con la impugnación indiscriminada e irresponsable de los impuestos. ¿Por qué se habla de los impuestos como un todo unívoco? Un célebre presidente socialista llegó al poder con el eslogan de que «bajar impuestos es de izquierdas» y luego terminó subiendo el impuesto más regresivo de todos, el IVA. Otros se llenan la boca de retórica reaganiana contra el «expolio fiscal» y cuando llegan al poder suben impuestos sin el menor reparo por la incongruencia. Muchos expertos y todólogos siguen instalados en la cien mil veces desmentida curva de Laffer, ese modelo teórico sin el menor anclaje con la realidad que apunta que cuanto más se bajen los impuestos, más suben los ingresos. Lo cierto es que, en la hora de defender la sostenibilidad de nuestros sistema de pensiones, no bastará con revisar el gasto público; también deberemos acometer un sosegado debate sobre los ingresos, abriendo la puerta a la subida selectiva de algunos impuestos, en especial los progresivos, para garantizar, de nuevo, que contribuyan más a al bienestar del conjunto de la sociedad los que más tienen.

No existen recetas mágicas ni unívocas para debates complejos que exigen análisis técnico y escapar de los mantras ideológicos. Uno de esos mantras sobresale por encima del resto cuando se habla de pensiones: el mantra teledirigido desde altas esferas de poder consistente en rechazar cualquier manifestación de lo público como atajo seguro y definitivo hacia una sociedad de tinieblas, linternas y héroes… con planes privados de pensiones.

Un voto crítico y vigilante para Ciudadanos

 

En demasiadas ocasiones, especialmente tras su fulgurante expansión nacional, Ciudadanos demuestra una amnesia preocupante y calculada respecto a sus hermosos orígenes. Orígenes no tan remotos en los que la beligerancia a favor de una alternativa ilustrada y moderna al nacionalismo no se ocultaba sibilinamente por un puñado de votos. Unos orígenes en los que la lucha contra la inmersión lingüística era bandera, y a nadie se le pasaba por la cabeza acomodar a los nacionalistas dizque moderados con el Corredor Mediterráneo o una mejora de financiación para Cataluña (eufemismo de baratillo para sugerir con la boca pequeña un pacto fiscal). Unos inicios en los que el partido asumió, congruentemente, la responsabilidad de ocupar el vacío (¡el boquete!) creado por la conversión del PSC en un partido nacionalista más, sendos Tripartitos mediante. La clamorosa ausencia de una izquierda desacomplejadamente no nacionalista en Cataluña propulsó a Ciudadanos en el cinturón rojo de Barcelona. Eran otros tiempos. Tiempos, en fin, en los que el partido no expulsaba de su ideario la palabra socialdemócrata renunciando expresa e irrevocablemente a representar esa izquierda no nacionalista que ayer como hoy sigue siendo aún más necesaria «que el aire que exigimos trece veces por minuto» , tal y como escribiera el poeta.

Y, sin embargo… el cinturón rojo de Barcelona volverá a votar a Ciudadanos. Y las clases populares de Cataluña, las que no quieren seguir pagando el oneroso peaje de que enajenen sus derechos unas élites corruptas y fanatizadas, incardinadas en un insoportable Matrix supremacista. Tal vez, una mayoría de ciudadanos opte por Ciudadanos. En unas horas sabremos cuántos, con qué intensidad. Muchos no lo harán entusiasmados, precisamente por el arrinconamiento de su facción socialdemócrata, mayoritaria en Cataluña. Ni por la modulación del discurso anti-nacionalista durante demasiados períodos de la legislatura. Pero votarán convencidos, aun sabiéndose de izquierdas. Convencidos de que Ciudadanos es, con diferencia, la mejor opción constitucionalista de las que tienen opciones reales de alcanzar representación parlamentaria en Cataluña.  Convencidos, incluso, de que, digan lo que digan los idearios tergiversados con escuadra y cartabón electoralista, Ciudadanos es, en Cataluña, una partido con una base sociológica netamente de izquierdas y ejemplarmente combativa, sin paliativos ni imposturas, contra el sarampión identitario, asfixiante y tribal del nacionalismo.

Para nuestra desolación, no hay hoy en las mesas electorales de Cataluña papeleta alguna que represente a la izquierda no nacionalista, unitaria y capaz, en estas elecciones (a excepción de la valerosa, y por desgracia testimonial, alternativa de Recortes Cero). Será la última vez, lo prometemos. La última vez en que no pueda conjugarse, sin pinzas ni votos útiles de emergencia, un discurso socialdemócrata, radicalmente regeneracionista, que no regale un ápice de sumisión intelectual al nacionalismo – tampoco en materia lingüística – , y que sea capaz de deslegitimar desde la izquierda a una ideología reaccionaria que está en las antípodas más regresivas de cualquier pulsión transformadora.

Hasta que ese escenario llegue – y hemos de terminar de construirlo más pronto que tarde – hay que enviar al basurero de la Historia al prusés y todo lo que ello comporta: el desprecio por la ley, garantía de civilización, y la indigna quimera de levantar una nueva frontera entre conciudadanos. Contra esa nauseabunda pretensión y a favor de nuestra ciudadanía compartida, sin fracturas ni vasallajes, sirva este voto crítico y vigilante para Ciudadanos.

Una justicia estamental y una «izquierda» desnortada

El frenopático de nuestra progresía local sigue abierto de par en par. En un nuevo brote de infantilismo (pre)democrático, los progres de salón – especie reaccionaria por excelencia – han puesto el grito en el cielo por enésima vez ante el acuerdo de la magistrada Lamela de prisión provisional para los consejeros del ex gobierno de la Generalitat que efectivamente han comparecido a requerimiento judicial, a excepción del Houdini  Vila– hoy pretendido paladín de ese nacionalismo moderado y sensato, oxímoron supremo – . El indignado lamento por la decisión judicial se ha producido en la mejor de las tradiciones nacionales: sin haber leído una sola línea del Auto que acuerda dicha medida cautelar. Como no podía ser de otra manera: un nuevo ejercicio de toma de posición gregaria y apriorística, sin regalar un ápice de consideración al rigor o a la congruencia intelectual.

Los que hoy simulan indignación por la prisión provisional, reivindican, tal vez sin saberlo, una justicia a la carta. Una justicia diferenciada según el justiciable, una esencialmente desigual y dócil frente a los privilegiados. No convierten en mártires a los golpistas las resoluciones judiciales adoptadas con plenas garantías por los jueces y magistrados en un Estado de Derecho, sino la degradación intelectual de una supuesta izquierda de salón que quiere un Código Penal de exclusiva aplicación para los débiles. ¡Menuda tomadura de pelo!

Los todólogos de las ondas y televisiones, y los multimillonarios que juegan a la revolución sin percatarse de que lo que están perpetrando es, más bien, una mayúscula involución, seguramente no hayan pisado un juzgado en sus vidas. Son gentes que solo levantan la voz cuando la ley se aplica a una casta privilegiada, por el mero hecho de ser una casta privilegiada nacionalista. No pueden escapar de su cárcel de cristal intelectual, cimentada en ese triste Síndrome de Estocolmo que les hace creer que todo lo que sea nacionalismo identitario es bueno. En esa ensoñación que les tiene cautivos y sometidos política e intelectualmente, cualquier compañero de viaje es bueno para hacer frente a la derecha. Aún no se han enterado de que no hay peor manifestación de la derecha que el propio nacionalismo, al que rinden pleitesía hasta en casos extremos, rozando el esperpento, como hoy.

Porque quienes hoy ingresan en prisión no lo hacen por aplicación de la Ley de Transitoriedad Jurídica, ese bodrio impropio de una sistema democrático, más bien paradigmático de un régimen totalitario. Ingresan en prisión por así interesarlo el Ministerio Fiscal y acordarlo con la debida fundamentación jurídica la magistrada Lamela. Un Estado de Derecho con carencias, pero que funciona. Potenciales penas muy altas, indicios sólidos de comisión delictiva (plural), riesgo de fuga – espoleado por el comportamiento circense de sus correligionarios prófugos – riesgo de reiteración delictiva, posibilidad de obstrucción a la justicia… todos y cada uno de los presupuestos para la adopción de esta medida cautelar, gravosa pero proporcionada, concurren aquí. Es lo que tiene el delito, que no debe salir impune. Con todo, nuestro sistema es suficientemente garantista como para que no les falte la posibilidad de recurrir, el derecho a una segunda instancia, el derecho a una defensa integral; el derecho, en fin, a la tutela judicial efectiva… que precisamente consagra el artículo 24 de nuestra CE, ésa contra la que enfilan siempre que tienen ocasión.

Volviendo a nuestros progres predilectos, que ahora claman desaforados sobre la impertinencia de la decisión, llama la atención la poca idea que tienen de nuestro sistema judicial. ¿Acaso creen que es la primera prisión provisional que se acuerda? ¿Ignoran tal vez que se adoptan decenas de medidas cautelares de esta índole cada día en nuestros juzgados y tribunales? Y por hechos sustancialmente menos graves, con riesgos de fuga notablemente más difuminados, con indicios sumamente más endebles. Bien está que se luche por la no adopción indiscriminada de la medida cautelar más gravosa de cuantas existen, y en favor de la no desnaturalización de un instituto jurídico excepcional al que no se puede recurrir gratuitamente, pero sugerir que su aplicación ha de modularse a conveniencia si concurren factores políticos que respalden, por mera rentabilidad electoral o por la simple tranquilidad del personal, la excepción arbitraria de la ley, es pura y simplemente una barbaridad.

Cuando nuestra izquierda oficial enarbola su penúltima bandera reaccionaria, y lo hace creyendo vindicar una causa justa y hasta revolucionaria contra el sistema, vuelve a desbarrar estrepitosamente. Vuelve a ubicarse del lado de los poderosos, levantando la voz cuando éstos son tratados como el común de los ciudadanos. Mientras, sigue resultando atronador su silencio cómplice cuando se conculcan los derechos de los que no tienen voz (que se lo digan a la madre coraje de Balaguer).  Alzan la voz, únicamente, para clamar en favor de un privilegio, de una justicia impropia de democracias homologables, y que casa mejor con tiempos felizmente superados, los tiempos de la justicia estamental, perfilada con arreglo a los privilegios de origen y a la posición de cada uno. Es la misma izquierda que organiza autos de fe versión identitaria para sancionar con la palabra policía por excelencia – facha – a Paco Frutos o Lidia Falcón, históricos luchadores por la libertad desde una izquierda real y no superficialmente nominal. La misma izquierda (de izquierda solo tiene el nombre) que vuelve a dejarnos claro que las ideas y comportamientos más fachas del mundo llevan su impronta.  Para muestra, un botón.

Cataluña: la tentación (del) capital

Crecen las voces sobre la conveniencia de ser flexibles con el independentismo catalán. A la consabida amalgama de supremacistas identitarios y presuntos izquierdistas arrodillados intelectual y políticamente ante el proyecto xenófobo del nacionalismo, se suman ahora variopintas voces de las altas esferas económicas con la intención, poco velada, de buscar un espacio propicio para el enjuague en marcha. Un enjuague, huelga decirlo, contra la igualdad de todos los ciudadanos españoles.

Desde la patronal catalana y algunos prohombres de las finanzas de Madrid, pasando por el Ministro de Economía, hasta la financiera JP Morgan y algún bien relacionado fundamentalista de mercado, oráculo de la desregulación y el ultraliberalismo, todos al unísono, con uno u otro perfil, vienen a coincidir en lo esencial: la solución pasa por una componenda con los nacionalistas catalanes.

Bien pensado, algunos liberales económicos no dejan de ser consecuentes con su catecismo: sienten aversión hacia la idea de Estado, en tanto que espacio político de decisión conjunta, reglado y tendente a la justicia y la distribución solidaria entre el conjunto de sus conciudadanos. Para el fundamentalismo de mercado, semejante realidad es una injerencia en su idealizada libertad natural, la característica del estado de naturaleza, sin límites para cualquier ejercicio individual… atropellos y arbitrariedades incluidos. Por tanto, el desmembramiento de los Estados y su sustitución por pequeños clubes privados de libre adhesión individual es visto con simpatía por los más dogmáticos de esos dominios ideológicos, sustentados doctrinalmente en la defensa integral de la secesión operada en el vacío, que autores como Hayek o Von Mises sostuvieron con fruición. Otras voces, menos enraizadas en la procelosa teoría, y más interesadas en la praxis del negocio (de su negocio privado), sueñan con una Arcadia feliz: una Cataluña fértil para las deslocalizaciones y los lucrativos enriquecimientos personales, con fiscalidades domesticadas al servicio de los intereses de unos pocos. Por último, un tercer grupo, más taimado, el de los apaciguadores profesionales, conscientes de las dramáticas consecuencias que para las grandes transacciones comerciales tendría la ruptura, pero más preocupados por la dádiva anestésica que por la ardua labor de batallar a favor de la ciudadanía y la igualdad, se muestran partidarios de poner encima de la mesa un pacto fiscal a la vasca para Cataluña. Consistiría en instaurar una vez más una suerte de redistribución inversa, en la que los más débiles del país contribuyan, a través de la degradación de sus servicios sociales y el recorte agravado de sus derechos, a blindar los intereses insaciables de las oligarquías más privilegiadas.

Pensar que esas voces, que reverberan con fuerza desde diversos altavoces del capital, son espontáneas y carecen de interrelación me parece, cuando menos, profundamente naif. Puede que su coordinación no sea explícita pero comparten un indudable denominador común ideológico: el desprecio a la idea de Estado, y al propio Estado como vehículo de igualdad. Al romperse el espacio político compartido – bien público por excelencia -, barruntan algunos, los límites para el mercado serán menores. No parece una ecuación difícil de descifrar: a mayor atomización de los espacios públicos, menor posibilidad de controlar los abusos y atropellos del mercado, o de revertir sus disfuncionalidades e injusticias.

No me cabe la menor duda de que, al son de estos cantos de sirena, se está cocinando a fuego lento un apaño para anestesiar el “prusés”, y lograr su aletargamiento durante un breve lapso temporal. Así de miope es el cortoplacismo de algunos. Saben que la moneda de cambio a pagar, si bien onerosa, no recaerá sobre sus espaldas: no temen el incremento de las desigualdades entre CCAA, ni el crecimiento en la brecha de asimetrías territoriales sangrante ya en nuestro país, y menos aún les importa si todo esto se soluciona con una merma de derechos de una parte de los ciudadanos españoles, ya acostumbrados, en fin, a los agravios de toda clase, vía derechos históricos y regímenes fiscales privilegiados. A las élites económicas y sus satélites de diversa índole nunca les ha interesado un discurso jacobino, de igualdad y ciudadanía compartida, que combata al nacionalismo sin complejos, en la vanguardia ideológica. Nunca les ha interesado una reforma constitucional que acabe con la tan loada competencia fiscal entre regiones, y recupere competencias para el Estado en temas fundamentales para vertebrar la igualdad de todos como la sanidad o la educación. Prefieren ocuparse y preocuparse de sus intereses privados, y tan comprensivos como suelen mostrarse con los recortes sociales, pueden llegar a serlo en un momento determinado con el recorte del país. Pues no otra cosa que recortar el país supone e implica aumentar la brecha de las desigualdades entre españoles, y en especial entre débiles y poderosos.

Mientras se amasa la componenda, y el pastel del apaño fiscal va tomando forma por momentos, la izquierda oficial sigue a lo suyo. Totalmente ciega, voluntariamente ciega ante la impostura de querer hacer pasar esta ruptura supremacista e identitaria por una revolución transformadora. Extraviada y sumisa ante el nacionalismo reaccionario – valga la redundancia – permanece silente ante el tenebroso proyecto de levantar una frontera entre conciudadanos. Entre trabajadores. Para aumentar aún más la brecha de las desigualdades sociales; para hacer irreversiblemente inviable cualquier proceso de redistribución de la riqueza entre los de arriba y los de abajo. Cómplice, cuando no cooperadora necesaria, de un proyecto anti-igualitario, rabiosamente reñido con las bases más irrenunciables de la izquierda: el internacionalismo, la solidaridad, la fraternidad, la igualdad. Echando al olvido, con saña, a Rosa Luxemburgo, más próximos al supremacismo etnicista de unos y al fundamentalismo individualista de los Von Mises y compañía, con el que fantasean otros. En hedionda pinza contra la ciudadanía universal, contra el Estado democrático e identitariamente laico que es España, garantía de convivencia y derechos iguales. Y, por todo ello, sepulcralmente silente ante la tentación capital de algunos de ofertar la igualdad de todos como moneda de cambio para adormecer el chantaje nacionalista. Hasta su nuevo brote.

“¡A la calle! Que ya es hora de pasearnos a cuerpo y mostrar que, pues vivimos, anunciamos algo nuevo” escribió Gabriel Celaya. Es hora, en efecto, de que la izquierda internacionalista, igualitaria, comprometida con la ciudadanía y la igualdad de todos, abandone el papel minúsculo y testimonial que determinados poderes fácticos le tienen reservado, para comodidad y alivio de demasiados. No se trata de temer, acomplejada y vergonzantemente, coincidencias con el PP en la defensa del Estado de Derecho – como si el medidor de izquierdismo fuera el pueril y automático distanciamiento de “los fachas”; como si, en última instancia, hubiera algo más facha que el intento de convertir a millones de personas en extranjeros en su país- . Se trata de abanderar, en la vanguardia ideológica y sin concesiones, la defensa de la igualdad de todos los ciudadanos. Se trata de reivindicar el Estado como espacio público compartido, no sujeto a ningún proceso de privatización. Se trata de ejercitar el derecho a decidir de verdad: el que nos corresponde a todos, en tanto que conciudadanos españoles. Se trata, en fin, de preservar la unidad de ciudadanos libres e iguales, integralmente laica, donde cada uno sienta lo que le dé la gana, pero nadie esté facultado para secuestrar la ciudadanía de nadie.

Así, cuando más temprano que tarde determinadas voces nos presenten su proyecto de capitulación, consistente en conceder más privilegios a los privilegiados y menos derechos para el resto de ciudadanos, será imprescindible que sepamos responder convincentemente. Alzando una nítida voz, firme, serena, cívica y jacobina, de punta a punta de España, para, en palabras de Primo Levi, ejercitar la última facultad que nos queda: «la de negar nuestro consentimiento”.

Nuestra ciudadanía, todo lo que tenemos

La pregunta que deben hacerse las personas libres no es qué va a pasar, sino qué vamos a hacer, suele recordarnos Fernando Savater. Hoy, con España deslizándose por la inquietante senda de la desintegración, esta pregunta cobra más vigor y pertinencia que nunca.

España se rompe, y nada tiene que ver esto con la quiebra de un ente mitológico, con una continuidad lineal de siglos que nos remita a otras Españas, al esencialismo nostálgico de las naciones románticas. No. Lo que se rompe es la comunidad cívica en que se sustenta nuestra convivencia democrática. Eso es lo que debería ocuparnos y preocuparnos: la costosa ruptura de la unidad de ciudadanos libres e iguales que garantiza y preserva nuestros derechos y deberes iguales, sin espacio para anacrónicos privilegios de origen.

Para empezar, los ciudadanos deberíamos asumir la magnitud del problema escapando de equidistancias tramposas. No están en conflicto dos legitimidades democráticas de signo inverso, ni existe una contraposición ideológica entre un nacionalismo centrífugo y otro centrípeto, pretendido heredero del añejo franquismo carpetovetónico. Todas esas equiparaciones responden en el mejor de los casos al desconocimiento, y, con frecuencia, a la más absoluta impostura. La fricción hoy es entre la legitimidad democrática – un entramado institucional con deficiencias pero plena capacidad para garantizar derechos y frenar arbitrariedades – y la revocación unilateral de esta legitimidad para su sustitución por un estado sin ley, basado en mitificaciones identitarias. La fricción hoy viene dada por el intento explícito de unos individuos de situarse fuera del marco de protección del conjunto de ciudadanos para convertir su arbitraria y despótica voluntad en ley. No existen equidistancias ni terceras vías posibles entre los que quiebran la legitimidad democrática para instaurar un gobierno de imposiciones unilaterales por encima de cualquier límite ni garantía, y los que defendemos el orden constitucional y la legalidad vigente. Y tampoco existe grado intermedio en el deseo de levantar una frontera entre conciudadanos. Se está a favor o en contra de esa frontera. Se defiende la ciudadanía, fuente de la igualdad de derechos sin espacio para privilegios de ninguna clase, o se defiende el derecho de pernada de unos pocos en detrimento de los derechos de los demás. Conviene, además, no engañar ni engañarnos: el coste de la ruptura del orden constitucional lo sufriremos todos. Al contrario de los desvaríos conscientes del sr. Iglesias, los presos políticos suelen proliferar una vez triunfan los golpes de Estado, no cuando éstos se detienen aplicando la ley a todos por igual. El coste de la dilución de nuestra ciudadanía, con la consabida e inherente quiebra de la igualdad de derechos y deberes de los ciudadanos, si bien lo sufrimos todos, será especialmente gravoso para las capas más débiles de la sociedad. Para los que, precisamente, algunas mentes obtusas han ideado la condición de moneda de cambio en el apaño de última hora que anhelan, para así aplacar a los que viven del chantaje y la extorsión (anti) democrática. ¡Qué pedagogía inversa ésa que apunta a otorgar un favor a quien baja del monte sedicioso y se aviene respetar las normas (temporalmente, hasta el próximo chantaje)! Debería recordarlo la presunta izquierda, antes de hablar en nombre de los de abajo. En contra de los de abajo siempre ha estado el nacionalismo. Allí y aquí. Ayer, hoy y siempre.

Tal vez alguno sienta la tentación de ponerse perfil por un puñado de votos o unas cuantas dádivas cuando ese apaño, encaje o componenda se ponga encima de la mesa. Con Plataforma Ahora que no cuenten. No nacimos para buscar creativas soluciones para mermar la igualdad de los ciudadanos españoles; nacimos para restaurar la igualdad de todos los ciudadanos y luchar contra todos los privilegios que quiebran dicha igualdad.

En «Homenaje a Cataluña», Orwell relataba una realidad fácilmente inteligible: «En la Central Telefónica habían arriado la bandera anarquista y sólo ondeaba la bandera catalana. Esto significaba la derrota definitiva de los trabajadores». En su actualización contemporánea, podríamos decir que cuando la bandera identitaria ondee definitivamente por encima de las grandes reivindicaciones igualitarias que se encuentran en la génesis de la izquierda, los intereses de los trabajadores habrán sido definitivamente enterrados. Ésa parece ser la senda por la que peligrosamente se desliza la izquierda oficial de nuestro país, oficiando desde hace años con orgullo como izquierda reaccionaria.

Algunos no tenemos ningún bien material reseñable. Somos titulares, únicamente, de un bien presuntamente inmaterial, una abstracción, sí, pero con implicaciones totalmente tangibles: nuestra condición de ciudadanos. Sí, nuestra ciudadanía democrática: los derechos, deberes y garantías que detentamos todos por igual, de acuerdo a las leyes comunes que a todos nos igualan. Sin espacio para privilegios con arreglo a nuestro lugar de origen, a nuestra condición sexual, a nuestra renta, a nuestras opciones afectivas, religiosas o culturales. La defensa de este principio radical, el que equipara a todos los hombres y mujeres sin excepción, está en el origen de la izquierda. Cuando estos principios quedan enterrados a mayor gloria de las pulsiones identitarias, como bien advertía Orwell, la izquierda será derrotada y los intereses de las personas más débiles de nuestra sociedad completamente precluidos, olvidados o directamente sepultados.

Las leyes que nos hacen a todos ciudadanos libres e iguales – las mismas que están siendo masacradas explícitamente en nuestro país – casan mal con el derecho de pernada que algunos reclaman, y no pueden conjugarse con los privilegios de unos pocos (de unas determinadas élites) disfrazados de singularidad identitaria. Las leyes democráticas no son sólo garantía de convivencia pacífica, sino que constituyen la única barrera efectiva contra el abuso del fuerte sobre el débil, del poderoso sobre los demás.

Si triunfa el golpe contra la democracia… si secuestran, en fin, nuestra condición de ciudadanos libres e iguales, entonces sí que estará todo perdido. Los que no tenemos más que nuestra condición de ciudadanos seremos conminados forzosamente a la de nativos de un territorio, extranjeros en nuestro propio país, sin derechos ni garantías. Será la culminación irreversible del forzado regreso a la sociedad estamental, sueño (pesadilla) inequívoco de esta involución reaccionaria.

No lo permitamos. Está en juego nuestra ciudadanía, todo lo que tenemos.

El giro «a la izquierda» de Pedro Sánchez

 

Leemos incesantemente en los periódicos que Pedro Sánchez ha proclamado – y lleva ya meses haciéndolo – el giro a la izquierda del PSOE. Reivindicada la etiqueta, con estruendoso fervor, no seré yo quien desprecie a priori la articulación de tan inapelable definición ideológica, puesto que disto mucho de pensar que las definiciones ideológicas son per se perniciosas. Sí que me gustaría que todos nos interrogáramos sobre qué debería significar tal giro sobre el papel y que luego hiciéramos el esfuerzo intelectual de juzgar, sin exacerbadas pasiones y con racionalidad, si las políticas que se anuncian desde la dirección del PSOE corresponden al anunciado viraje. Propongo ese esfuerzo, tal vez estéril para algunos, evitando partir de la asunción simplista de que girar a la izquierda sea bueno o malo en sí mismo, sino como honrado intento de no tergiversar desde el inicio los conceptos y vaciarlos de significado de tal manera que operen como máscaras nominales dentro de las cuales pueda caber cualquier cosa y de cualquier manera. 

Pedro Sánchez ha proclamado en numerosas ocasiones que el PP tiene que salir del gobierno, y que España merece, en consecuencia, otro gobierno. Se antojaría, por tanto, imprescindible articular una nueva mayoría en la izquierda para que sea factible ese desalojo gubernamental en las urnas. En principio, ese anhelo no tiene por qué resultar ajeno para quienes compartimos el deseo de que cristalice en nuestro país una gran alternativa progresista. Dicho esto, no bastaría a mi juicio con definir dicha alternativa progresista por contraposición automática y pueril a todo lo que provenga de la derecha. Creo que no exagero si digo que cada vez resulta más sencillo advertir rasgos de forzada escenificación de una alergia visceral al Partido Popular que, en demasiadas ocasiones, va aparejada a la simbiosis o alineación con fuerzas políticas que habitan, por definición ideológica, extramuros de todo compromiso progresista. Fuerzas, digámoslo claro, eminentemente reaccionarias. Dicho en corto, para ser alternativa a la derecha hegemónica hoy electoralmente, no debería valer todo.

Cuando Pedro Sánchez abre el abanico de la izquierda nominal y mira con complacencia hacia los sectores más genuinamente populistas y nacional-populistas del espectro político español, uno se pregunta inevitablemente por la credibilidad progresista del proyecto. Cuando vemos a tantos de sus colaboradores, críticos con una cierta derechización del PSOE que no niego, cifrar como imprescindible condimento ideológico de esa alternativa a las derechas conservadoras y neoliberales la sumisión a las siempre regresivas recetas identitarias, uno no puede dejar de sentir un incómodo escalofrío. Cabría preguntarse, sin estridencias ni apriorismos, qué hay de izquierda – entendiendo por ésta la imprescindible tradición transformadora que nace de las coordenadas republicanas de libertad, igualdad y fraternidad de la Revolución francesa, en su hora más democrática – en la abducción por los fraccionamientos de la ciudadanía compartida, garantía última de nuestra igualdad, que proponen los nacionalistas. Qué hay de progresista en la multiplicación de los muros y fronteras que populistas y nacional-populistas reclaman a cada poco. Qué hay de izquierda en la defensa de la desigualdad en nombre de la identidad. No parece descabellado afirmar que la propuesta nacionalista de quebrar las políticas de redistribución entre las CCAA con mayor renta y aquellas menos favorecidas tiene entre poco y nada de ese espíritu transformador e igualitario que debe caracterizar a la izquierda.

Un Estado debilitado por dinámicas centrífugas como las que, ya sin disimulo, apoya Pedro Sánchez en su alborotado plan de alianzas para desalojar a la derecha del gobierno sería un Estado inhabilitado para ejercer sus potestades sociales, y para ser, en definitiva, un verdadero Estado de Bienestar capaz de reformularse y preservar, sin mermas ni drásticas involuciones, su capacidad inclusiva y social. El orden de prioridades de cierta izquierda oficial, satisfecha en la superficial proclama de ser más de izquierdas que nadie, parece averiado. Haber comprado la mercancía de los adversarios más genuinos que por definición debería tener la izquierda- los nacionalistas identitarios que defienden en nombre de la identidad las cavernarias desigualdades de origen- implica, bien por desconocimiento, bien por oportunismo electoral, una verdadera traición a los mejores cimientos ideológicos de la izquierda.

Pedro Sánchez parece, así, empeñado en malbaratar cualquier alternativa creíble a la derecha gobernante. El proyecto que se vislumbra, entre prédicas plurinacionales e identitarias, no supone giro a la izquierda alguno, más allá de la escenificación y el boato. El preconizado giro, más bien, es un verdadero trampantojo político. Un engaño en perspectiva, que consiste en simular lo contrario de lo que se propone. El giro identitario que se vislumbra tras las proclamas y el marketing tiene poco de izquierdas y mucho de reacción. El viaje hacia la caverna identitaria es un viaje reaccionario, en las antípodas de una izquierda progresista y universalista, enemiga de la atomización de las fronteras y de las arbitrarias diferencias de origen a que éstas nos condenan.

Consuela pensar que estas dinámicas erróneas, hoy instaladas lamentablemente en la dirección del PSOE, no suponen un eclipse generalizado de voces diferentes que reivindican alternativas diferentes. Voces que no se resignan a mimetizarse con el paisanaje liberal-conservador, pero que son plenamente conscientes de que cualquier alternativa para reconstruir la izquierda en su variante progresista ha de pasar por su definitiva e irrevocable emancipación respecto a tan anacrónicos y reaccionarios compañeros de viaje. Algunas de esas voces están ya, precisamente, surgiendo y organizándose con la firme convicción de explorar todas las vías posibles para que el sueño de una izquierda comprometida con su vocación emancipatoria cristalice en una alternativa política tangible y real.

El precio de la civilización

 

Sostenía el magistrado norteamericano Oliver Wendell Holmes Jr. que «los impuestos son el precio de la civilización». En este tiempo que nos ha tocado vivir, en el que la posición antipedagógica de comentaristas y todólogos ubicuos pasa por considerar de manera generalizada todo impuesto como un robo del Estado – y a éste como una estructura coercitiva que constriñe un estado de naturaleza ideal y libérrimo (tan bucólico como irreal) – se antoja más necesario que nunca recuperar la cita y centrar el debate con el mínimo rigor.

¿Todos los impuestos son iguales, los directos y los indirectos, los progresivos y los proporcionales, los que gravan las rentas del trabajo y los que gravan las del capital? El ex presidente José Luis Rodríguez Zapatero llegó a proclamar, en pleno furor electoral, que bajar impuestos era de izquierdas. Terminó, claro, subiendo el IVA, impuesto que grava el consumo y carece de la progresividad de otros tributos, afectando especialmente a las rentas más bajas y a las personas más débiles. Ciertamente, la estigmatización generalizada de los impuestos ha sido asumida con fruición por propios y extraños, a un lado y otro del tablero político. Para que luego digan que la socialdemocracia ha fracasado. Con políticas fiscales del calado antisocial de la reseñada, más bien habrán fracasado los espurios sustitutos que algunos han vendido bajo ese disfraz, desprovisto completamente de su significado primigenio.

Es harto complicado sostener hoy posiciones políticas diferentes, y desarrollar la difícil pero imprescindible pedagogía fiscal – alejada de todo populismo rampante – de explicar que sin impuestos, los servicios sociales son insostenibles. Sin una presión fiscal proporcionada y justa, el Estado de Bienestar no será más que una entelequia teórica presta a ser desmantelada, como por otra parte pretenden muchos de los que calumnian al Estado imputándole sin rubor delitos varios de apropiación indebida.

Recientemente trascendió a la prensa la noticia de una exención fiscal para las rentas bajas. Cabría ser prudentes antes de hagiografiar la medida, lanzando las campanas al vuelo y aprovechando la ocasión para hostigar cualquier noción impositiva como sostén de la solidaridad. Quizás garantizar que quien paga muy poco no pague nada no sea algo descabellado. Tal vez pueda ser hasta positivo. Pero cabría reflexionar sobre si esta medida revertirá los verdaderos dramas que asolan, en forma de desigualdad creciente, nuestras sociedades. Cabría, al tiempo, interrogarse si es justa compensación a esta frugal rebaja fiscal el progresivo desmantelamiento de los servicios sociales al que nos abocan amnistías y fraudes fiscales, o contribuciones deficientes de las rentas del capital y  de las grandes empresas o patrimonios. Porque de lo que no cabe la menor duda es de que, en un contexto laboral de generalizada precariedad y dramática proliferación de los sueldos paupérrimos y los contratos basura, cuando no en perfecto fraude de ley, esas rentas bajas no pueden permitirse que un leve ahorro instantáneo en sus economías sea neutralizado con drásticos recortes en sus derechos sociales. Y por ese escalofriante camino sigue discurriendo la dinámica política predominante, sustentada en la hegemonía ideológica del mantra neoliberal y desregulacionista.

No, ni todos los impuestos son iguales, ni la gran mayoría de ellos suponen una injusticia en un sistema fiscal verdaderamente progresivo. De lo que se trata, más que de engordar las páginas del papel cuché neoliberal, es de garantizar que los sistemas de protección social que han transformado en positivo la vida de millones de personas (que, en cualquier otro contexto, vivirían al borde de la marginación social) puedan garantizarse en cuanto a su sostenibilidad y su calidad. Ése es el legítimo deseo de quienes somos conscientes de que en la vida los seres humanos nacemos en contextos sociales dispares y desiguales, y que, a lo largo de nuestra existencia, diferentes factores -algunos completamente ajenos a nuestra voluntad- agravan o pueden agravar dichas desigualdades. Por eso precisamente, merece la pena trabajar para articular sociedades más equitativas y justas, donde los más débiles no sean avasallados por la dramática arbitrariedad de los estados de naturaleza, donde siempre impera la «natural» ley del más fuerte.

Junto al viejo magistrado, yo también creo que los impuestos -un sistema fiscal justo y verdaderamente progresivo, donde los que más tienen contribuyen más a la solidaridad del resto de sus conciudadanos- son el precio de la civilización. El justo y ponderado coste ético de no vivir en un mundo de cartas marcadas a perpetuidad, donde la brecha entre poderosos y débiles sea insalvable. Un precio justo para un mundo mejor.

Cuestión de sentimientos

 

«El nacionalismo es un sentimiento» nos dicen los nacionalistas, como si esgrimir la cualidad emotiva disipase el debate y esfumara cualquier réplica. La apelación identitaria operaría así como tranquilizante contra las siempre incómodas dudas inherentes a la discusión racional, y contra los argumentos sólidos que malogran zonas de confort, en las que una proclama hueca sirve más que un discurso hilado.

Vayamos por partes. Sentimientos tenemos todos, ésta es una consideración bastante irrelevante cuando de lo que hablamos es de democracia. Aunque concedo que los sentimientos de algunos pueden pasar por constituirse en nación étnica, irremisiblemente enfrentada al vecino. Otros, por sentir, hasta se sienten oprimidos por Estados pretendidamente autoritarios aún disfrutando de altavoces mediáticos plurales para contar sus pesares (y distorsiones). Unos cuantos confiesan conmoverse ante la mera hipótesis de edificar un muro «a lo Trump» entre conciudadanos. Los sentimientos de otros podrían ser, v.g., no pagar impuestos. A algunos nos provoca más emoción -¡somos así de raros, he fe confesarles!- un futuro con menos fronteras y prejuicios pero, en fin, para gustos (y sentimientos), los colores.

La ciudadanía, a pesar de los esfuerzos diarios en emborronar el concepto, no es un dolor de estómago. No nace del terruño, no brota de ningún árbol, ni de unos ancestros compartidos, ni de un héroe mitológico que dio su vida por la redención de todos nosotros. La ciudadanía no da gusto, ni comodidad o incomodidad, ni se siente ni se deja de sentir. La ciudadanía son las leyes democráticas que nos igualan a todos y frente a las que todos somos (o deberíamos ser) escrupulosamente iguales. Por ello, cualquier intento de parcelar la ciudadanía, esto es, de restringir el perímetro de seres humanos que disfrutan de sus derechos, es inaceptable. Inaceptable democráticamente.

Lo único que una persona con buenos sentimientos (ya que tanto se incide últimamente en ellos) puede desear es que el prójimo desarrolle las identidades… que le vengan en gana. Como si es bipolar o alberga en su seno hechos diferenciales diversos y contradictorios. Un señor de Huelva puede casarse con una señora de Cantabria, e irse juntos a vivir a Galicia y sentirse genuinamente gallegos. Claro que sí. Pueden hasta no sentir un ápice de sentimiento por España. O todo el furor patriótico que deseen. Y ni una ni otra consideración emotiva les habilita para tomar la decisión de romper los derechos que un andaluz puede y debe tener en los hospitales, escuelas, transportes o servicios de todo el país.

La ciudadanía democrática es lo que permite que desarrollemos tantas identidades libres como queramos. De ahí que la única modificación aceptable del perímetro de aplicación de nuestros derechos de ciudadanía es su EXTENSIÓN, no su restricción. Lo aceptable (y deseable) sería procurar que un luxemburgués y un italiano pagaran los mismos impuestos y que un griego y un sueco tuvieran los mismos servicios sociales. Ampliar los derechos de ciudadanía no vulnera más que fantasmas regresivos como la insolidaridad, pero no ataca ningún cimiento de la democracia.

Huelga añadir que el derecho de autodeterminación, más allá de la supongo «modélica» Constitución de Etiopía, no encuentra encaje legal en ningún texto democrático, descontados -y perdonen la obviedad- territorios postcoloniales y oprimidos políticamente. Ningún sistema de derecho que no sea soporte de un tinglado despótico puede permitir que, de buenas a primeras, y en nombre de las identidades, alguien levante un muro entre conciudadanos y diga: a partir de aquí, de esta línea, unilateral y arbitrariamente trazada, tú eres extranjero y tus derechos no son de aplicación.

Tal vez el nacionalismo sea una cuestión de sentimientos. La insolidaridad, la querencia por el privilegio, la xenofobia… son, por lo demás, sentimientos, sí, pero sentimientos perniciosos, oscuros, que entroncan con lo peor de la humanidad. Una ideología- con tintes a veces mesiánicos, que le acercan a los peores estigmas y dogmas de las religiones- y sólo una ha hecho de una condición tan aleatoria y fortuita como el lugar de nacimiento el verdadero elemento de segregación y supremacía política (he ahí todo su fundamento): esa ideología se llama nacionalismo. Una abigarrada suma de impostura democrática y esencialismo, trufada de racismo. De racismo puro y duro. A veces formulado con ciertos barnices formales que lo edulcoran, otras presentado abrupta y primitivamente, sin filtros.

Sentimientos tenemos todos, sí, pero de tan mala calidad ética y democrática como los que pretenden imponer ustedes, nacionalistas de todas las fronteras, les concedo que no.

Transitoriedad: hacia las tinieblas de un Estado sin ley

Asistimos atónitos a la filtración de ese borrador de ley promovido por el gobierno autonómico catalán, que hemos conocido en fechas recientes. Este documento se postula como el marco legal para acelerar el proceso de desconexión de Cataluña con el resto de España, y ha recibido, en un intento de dotarle de la autoridad jurídica de la que carece, el nombre de Ley de Transitoriedad Jurídica.

La transición, y eso se omite, es inexorable, sí, pero hacia las tinieblas. No otra cosa puede colegirse de tamaño bodrio de apariencia (pseudo) jurídica en base al cual el Gobierno de una Comunidad Autónoma- esto es, de una demarcación administrativa del Estado- se arroga la potestad de declarar la independencia unilateral en base a un derecho inexistente. Este ejercicio de voluntarismo jurídico, en la escalofriante peor tradición histórica de los regímenes autoritarios, tiene por objeto crear el marco de legitimidad que las propias leyes democráticas, deliberadas y votadas por el conjunto de los titulares de la soberanía nacional, no contemplan. El traje a medida confeccionado por estos sastres de la independencia reúne todos los requisitos para responder a la voz de golpe de Estado. Sin atajos ni disimulos, quizás extemporáneos en este momento avanzado de descomposición democrática.

Así, el presidente de la nueva República – valga la paradoja de maltratar las palabras, pues nada más alejado del espíritu republicano que las unilaterales rupturas de ciudadanía en nombre de la identidad – se vería investido de la potestad de nombrar al Fiscal General de Cataluña (sic) y al presidente del quimérico Tribunal Supremo Catalán. Como suena. Semejante fórmula, destilería del peor despotismo, haría bueno, en fin, al muy mejorable sistema de elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial en nuestro país. Cosas veredes.

Pero hay más. La presunta ley ampararía, ni más ni menos, una amnistía generalizada de todas las causas vinculadas con el proceso independentista. Como una burda réplica de la otrora afortunada amnistía post franquista, nuestros aprendices de totalitarismo jurídico introducen obiter dicta (dicho de paso), como en las peores sentencias, un generalizado sobreseimiento y archivo de múltiples casos de corrupción que, al calor de las ínfulas patrióticas y de los hechos diferenciales, han proliferado por doquier. La bandera eximiendo hasta sus últimas consecuencias los onerosos deslices de la cartera, ya saben.

Igualmente, la Generalitat, investida de un poder casi omnímodo, pasaría a ser titular de cualquier clase de derecho real sobre todo tipo de bienes en Cataluña. Como si de una entidad sobrenatural se tratase, como si la demarcación administrativa en cuestión no fuese sino un páramo secular de identidades diferenciales, el documento de marras habilitaría una especie de incautación de los bienes del Estado que operaría en el vacío. Sin atisbo de vergüenza ajena, como si semejante propuesta tuviera encaje distinto al que habilita el Código Penal. De un tenor semejante, la propuesta de revocar los concursos públicos convocados y aprobados por los funcionarios del Estado que, sin embargo, y dentro de la magnanimidad de los próceres de la ruptura, tendrían la oportunidad de… volver a concurrir a los concursos públicos que se convocaran en Cataluña. Suponemos, en fin, que arbitrados bajo criterios étnicos. Hasta un descreído impenitente lo diría: ¡qué Dios nos pille confesados!

Este borrador de ley, por decir algo, no es que sea una verdadera charlotada de mal gusto, ni que triture algunos principios básicos de nuestro ordenamiento jurídico como la separación de poderes, la seguridad jurídica o la jerarquía normativa. Todo eso también. Es que, además, y si hemos de ser medianamente rigurosos, no pasaría los filtros más básicos y rudimentarios del ordenamiento jurídico de un sistema autoritario laxo. Es tan inconcebible, tan grotesco, tan irrespetuoso con los más elementales principios democráticos que parece diseñado por un caricaturista. En eso parece estar degenerando el prusés: en una mala y peligrosa caricatura, articulada al son de la desobediencia flagrante, de la inobservancia deliberada de la ley y la Constitución, de la desconexión radical con la democracia y todas sus garantías. Cualquier otra denominación que la de golpe de Estado sería eufemística y tramposa.

El Estado no puede mirar hacia otro lado. No cuando se inflige un golpe tan deliberado y letal contra sus cimientos, contra toda la arquitectura constitucional. Hay instrumentos de posible y factible aplicación (el Tribunal Constitucional, la Constitución española y su artículo 155, y el Código Penal, entre otros), y su no aplicación sólo obedecería – y obedece- a tacticismos políticos, a incongruentes equilibrismos entre quien está investido de legitimidad democrática y quien desafía la misma y no piensa ceder un ápice en este desafío. La transitoriedad que se nos presenta es hacia un Estado sin ley, hacia una ruptura radical de la ciudadanía compartida de todos los españoles y de la democracia que nos ampara. Y cuando la ley democrática decae – siempre ha sido así a lo largo de la Historia- suele entronizarse inmediatamente después la ley del más fuerte. Las tinieblas, en fin.

Ésa, y no otra, es la transición que pretenden. Con la pasividad irresponsable de la derecha gobernante y la aquiescencia cómplice de nuestra izquierda reaccionaria. Razones de sobra hay para alzar la voz. Sin demora ni dilación, porque a la salida del túnel, el que nos compelen a recorrer con la manida transitoriedad, nos espera uno de los males superlativos que puede experimentar la humanidad: asistir al levantamiento de una nueva frontera.

No lo permitamos.

Socialdemocracia: ¿hay futuro?

Asistimos al desaforado intento de demasiados de celebrar un entierro tan forzado como anhelado: el entierro de la socialdemocracia. Con ocasión del declive de los partidos socialdemócratas clásicos en diferentes países de la UE, algunos se han aprestado a anunciar a los cuatro vientos el final del llamado consenso socialdemócrata. Según esta peculiar visión de la realidad, la crisis económica estaría, al fin y al cabo, provocada por el endeudamiento del sector público que nacería en el corazón de Europa y que pondría de manifiesto la imperiosa necesidad de revisar los cimientos más básicos y elementales del Estado del Bienestar. Poco importa que las evidencias empíricas apunten a un origen del cataclismo financiero internacional bien distinto, generado por un claro déficit de regulación pública y por la espiral desregulacionista que se ha venido imponiendo como mantra indiscutible desde los años ochenta del siglo pasado.

Sería naif y absurdo negar que los partidos socialdemócratas europeos atraviesan una profunda crisis de identidad. Observamos un fenómeno crecientemente generalizado de desnortamiento ideológico en el flanco izquierdo de la política. Tal vez se trate de una prematura muerte  dulce (y aparente) provocada por el rotundo éxito que durante años han tenidos las políticas económicas keynesianas desarrolladas tras la segunda guerra mundial en el Viejo Continente. Así, la progresiva consolidación del Estado de Bienestar en toda Europa reveló un paradigma inclusivo que proporcionó las mayores cotas de bienestar jamás conocidas en la Historia para una ingente cantidad de personas. La posibilidad de conjugar las conquistas políticas del liberalismo con un entramado institucional que garantizara, a través de un sistema fiscal progresivo y de unos servicios sociales públicos, la inclusión de personas de diferentes procedencias sociales supuso una clamorosa conquista en términos de transformación social. Hasta tal punto se reveló el buen tino de dichas políticas, que sin lugar a dudas podemos afirmar que la socialdemocracia experimentó un proceso de transversalización, al ser adaptados sus postulados principales no sólo por los partidos socialdemócratas, sino también por los democristianos, conservadores, social cristianos e incluso por los partidos liberales clásicos.

Sin embargo, el fin de la Historia que preconizó Fukuyama era y siempre ha sido una gran mentira. La Historia no se terminó tras la caída de los grandes sistemas totalitarios, y tampoco lo hizo tras la expansión de amplias cotas de bienestar en sociedades genuinamente democráticas. Concebir ese final como una especie de tabla rasa sobre las ideologías y los sistemas de pensamiento carece de todo sentido puesto que las ideologías seguirán existiendo mientras exista el ser humano.

El ciclo virtuoso de la socialdemocracia se truncó allá por los años ochenta. Reverdecieron, al calor de ciertos interrogantes sobre la sostenibilidad última del Estado del Bienestar, y un claro potenciador de esas dudas traducido en términos de goteo ideológico consistente en el arduo y sostenido proceso de estigmatización de lo público, corrientes de pensamiento que pivotaban en torno a rudimentos neoliberales cuyo principal objetivo político era -y es-  acometer una reducción del Estado a la mínima expresión. A la luz de sonoros éxitos electorales en Reino Unido y EEUU, reflejados en los gobiernos de los factótum del neoliberalismo Thatcher y Reagan, la socialdemocracia experimentó una profunda crisis de identidad que le condujo a la imposibilidad de reconocerse políticamente. Los paradigmas ideológicos imperantes, recordémoslo, no siempre surgen de constataciones empíricas sobre su funcionamiento o idoneidad práctica. A veces los convencimientos ideológicos tienen un fundamento diferente: la superstición de las utopías o la convicción emotiva. Desde los años ochenta a esta parte, el goteo ideológico para ahormar el prejuicio ha sido imparable: el prejuicio de que lo público siempre es ineficaz e ineficiente frente a la rotunda efectividad del sector privado. Las evidencias sobran cuando existe una motivación espuria. Incluso, la profecía ha sido (parcialmente) cumplida. O, más bien, autocumplida. Los profetas de la desregulación dictaron sentencia: lo público no funciona, ergo es preciso desproveer de recursos a lo público. Y una vez se depauperan los servicios públicos, necesidad creada por el perjuicio que opera ab initio, se constata que lo público no funciona y que, necesariamente, hay que externalizarlo, último eufemismo de los procesos de privatización. Frente al paradigma que paulatinamente se consolidaba (más en el terrero ideológico que en la praxis, por aquello de que las utopías doctrinarias se llevan mal con las prosaicas limitaciones de la realidad), los partidos socialdemócratas no supieron reaccionar. O reaccionaron mal.

La socialdemocracia es un paradigma político que conjuga con suficiente pragmatismo la economía de mercado con la existencia de unos controles y regulaciones públicos que corrigen los atropellos, disfuncionalidades o desequilibrios que el mercado, dejado a su libre arbitrio, genera. No existe por tanto necesidad alguna de someter a la socialdemocracia a una segunda oleada de mestizaje. Cuando el paradigma neoliberal fue ganando espacio en el terreno de las ideas, algunos políticos y partidos socialdemócratas entendieron que el camino a recorrer era el de la progresiva dilución de las grandes conquistas socialdemócratas en el magma neoliberal. La conversión de la socialdemocracia en socioliberalismo, aquella tan cacareada tercera vía, vendría a ser la solución última a la crisis de la socialdemocracia. Sin embargo, ésta fue una necesidad creada artificialmente, derivada como decimos de la superposición del prejuicio ideológico al empirismo fáctico. La célebre tercera vía supuso una aceptación no sólo tácita sino en ocasiones entusiasta y expresa por parte de los partidos socialdemócratas de algunas de las reformas privatizadoras más cruentas impuestas por las fuerzas neoliberales. En última instancia, supuso la dilución de las conquistas sociales labradas a lo largo del siglo XX, al albur de los años 80. Una suerte de liberalismo especialmente dogmático, el liberalismo «thatcherano», iba adquiriendo vigor como fuerza hegemónica en medio mundo, sustentado en una idea tan simple como maleable: el Estado nunca puede ser parte de la solución, porque siempre o casi siempre es el problema.

Esta banalización rampante de la teoría política influyó decisivamente en un desnortamiento ideológico y político de una izquierda que, al tiempo que asistía a la caída de las mitologías dogmáticas de su juventud, era incapaz de solidificar una teoría política tan democrática como reacia a dimitir del programa social y transformador de la socialdemocracia. El socialismo democrático fue progresivamente acomplejándose, como si entendiese que el peaje a pagar por los excesos del totalitarismo estatista fueran una renuncia apriorística y generalizada a toda vindicación de lo público. Al tiempo que esto ocurría, la izquierda se fragmentó por su vertiente identitaria. Parecía asistirse a una encrucijada dolorosa: o evolución hacia el cierre de fronteras, esto es, hacia la involución de las identidades, la reacción desaforada y carente de brújula frente a todas las dinámicas de la globalización (las malas y las buenas); o dilución en la hegemonía liberal de los mercados sin regulación, aceptando de forma parsimoniosa y cómplice el paulatino desmantelamiento del Estado del Bienestar.

La encrucijada socialdemócrata lleva años, quizás demasiados, siendo una realidad tan cierta como mal enfocada. Las soluciones para enfrentarla parecen responder a un número cerrado de alternativas previamente diseñadas por oponentes políticos o adversarios ideológicos. No parece de recibo: ni es justo ni es acertado. La solución posible se encuentra tan alejada de la dilución como de la involución.

Creo firmemente que la izquierda tiene ante sí el hercúleo reto de reconstruirse, de rearmarse, de no resignarse a esa crónica de una muerte anhelada. La izquierda, herida y golpeada por los desastrosos resultados electorales en media Europa, ha de escapar del simplismo de las soluciones inmediatistas y populistas, que reduzcan al absurdo su crisis de identidad y rechacen puerilmente cualquier cambio. La izquierda no debe ser alérgica a la actualización ideológica, a modificar algunas recetas inalteradas desde el siglo pasado que, tal vez, no acierten a revertir retos y tesituras tan actuales como la crisis migratoria y demográfica o las dinámicas de la mundialización. Renovarse o actualizarse sin perder el norte, ese es el camino. Sin optar por una rendición apriorística frente a los prejuicios ideológicos de quienes persiguen el objetivo de incidir por la senda de una Europa desequilibrada, oscilante entre deslocalizaciones e insostenibles asimetrías fiscales, que no cesa en el estrangulamiento a los más débiles mediante un programa de austeridad no selectiva insostenible. Necesitamos escapar de la fragmentación de la izquierda, de las luchas fratricidas entre familias, corrientes y personas. Abogar sin complejos por una izquierda universalista, reacia al rudimentario aislacionismo identitario y al cierre de fronteras. Una izquierda que reivindique un ambicioso programa de transformación social desde las instituciones, acometiendo cuantas reformas sean precisas para sanear, higienizar y devolver la credibilidad a las mismas. Una izquierda que sea clara y valiente a la hora de encabezar el rechazo de cualquier tentación antipolítica y antidemocrática. Una izquierda que no caiga en la debilidad ideológica de abandonar la reivindicación de la libertad y dejarla en manos de aquellos que anhelan con desproveerla de significado para convertirla en un significante vacío que consolide los abusos de los privilegiados. Una izquierda cívica que nunca pierda el foco de ciudadanía, origen primero y esencial de las conquistas emancipatorias de la modernidad.

Necesitamos urgente e irrenunciablemente esa izquierda: una izquierda progresista, una socialdemocracia autónoma, flexible y permeable, a la par que sólida en sus exigencias y postulados. En la época que nos ha tocado vivir, con crecientes desigualdades y desequilibrios, con una pérdida indudable de credibilidad de las instituciones y un recrudecimiento de alternativas irrespetuosas con la democracia representativa, ambicionar que se preserven los derechos y libertades que ésta consagra, mientras se trabaja por ampliar y ahondar en las conquistas sociales y económicas alcanzadas durante el siglo pasado, actualizándolas a las necesidades de nuestra era, no puede ser una opción desfasada o caduca sino el verdadero esfuerzo revolucionario de nuestro tiempo. Una revolución tan prudente y democrática como necesaria.