El intento de poner en tela de juicio nuestro sistema público de pensiones no es nuevo. No se trata, tampoco, de un movimiento espontáneo derivado de un estudio técnico sosegado que arroje conclusiones unívocas. Junto a esa impugnación encontramos otra de corte análogo pero proyección más general que apunta directamente al conjunto del Estado del bienestar. Detrás de las clásicas admoniciones que advierten sobre la insostenibilidad o ineficiencia de todo lo público en demasiadas ocasiones aguardan entreverados hondos prejuicios ideológicos.
No obsta lo anterior para reconocer que el tema es de una importancia capital y las soluciones precipitadas o lo eslóganes propagandísticos aportan más bien poco. Ninguna experiencia empírica puede garantizarnos que la sustitución del actual sistema de reparto por un sistema de capitalización serviría para garantizar las mínimas condiciones de dignidad y justicia exigibles, aunque quizás tal vez encajaría de mejor modo con los canónicos mantras inherentes a la cosmovisión del sálvese quien pueda, donde cada ser humano debe focalizarse exclusivamente en sí mismo, sin importarle lo más mínimo la suerte que corren el resto de conciudadanos. En ese sentido, son bien conocidas las recetas de quienes, utilizando la magistral metáfora de Fernando Savater, loan la oscuridad de las tinieblas por ser naturales, excepto para aquellos pocos héroes que pueden conseguir su propia linterna.
Son varios los retos descomunales que enfrentar para garantizar unas pensiones públicas dignas y justas. El primero de ellos apunta de manera clara a un mercado laboral donde abunda la precariedad más absoluta. Ahí tenemos la proliferación de micro-trabajos, contratos basura y millones de ciudadanos que trabajan en la económica sumergida o en formas contractuales fraudulentas que no se traducen en cotizaciones de ninguna clase. Un mercado laboral con salarios de miseria y excedente de contratos fraudulentos resulta devastador para las cotizaciones y la sostenibilidad de nuestras pensiones. Si en vez de eludir todo lo anterior y dejar operar como presunción indiscriminada el prejuicio ideológico que revoca todo lo público combatiésemos de manera decidida esta precariedad, tal vez el estado actual de cosas sería diferente.
A lo anterior, se le debe sumar el ineludible debate presupuestario del binomio gastos – ingresos. No dejar de ser chocante que en un país donde el Estado de las Autonomías ha adquirido una dimensión nuclear, se aluda a medidas de austeridad indiscriminada sin reparar que, de aplicarse contracciones en el gasto público, tal vez debiera haber importantes prioridades y líneas rojas. Además, otra pregunta se colige de lo anterior indefectiblemente ¿el alto grado de descentralización inherente a nuestro modelo autonómico redunda en beneficio de la igualdad, la justicia social y la redistribución de la renta? Ahí tenemos los últimos estudios de Piketty, argumentando de manera impecable como el proceso desencadenado de vaciamiento del Estado central llevado a cabo en España ha infligido graves perjuicios a la igualdad y equidad del país y ha debilitado las potencialidades redistributivas de las instituciones. Así, desde una óptica de izquierdas, no debería haber dudas en fijar prioridades a la hora de racionalizar gastos superfluos que parecen absolutamente indisputables en España. Máxime cuando los últimos siete años nos dejan lecciones insoslayables de las nefastas consecuencias que para la recuperación económica ha tenido el austericidio indiscriminado y brutal que fue practicado, muy alejado de una ponderada y razonable racionalización del gasto público improductivo.
Otro capítulo presupuestario ineludible, aún más tabú que el de los gastos, es el de los ingresos. En los últimos tiempos, dentro de esa retórica inflamada que tacha de demagógico cualquier defensa de nuestros servicios sociales y en cambio muestra acrítica aquiescencia con todos los mantras neoliberales, se han defendido simplezas dañinas como que el dinero donde mejor está es en el bolsillo del contribuyente. Suele faltar la imprescindible precisión de identificar en el bolsillo de qué específicos contribuyentes (amnistiados) se pretende que ese dinero esté. O explicar, por ejemplo, la contrapartida – en términos de recortes sociales, como el que se pretende en nuestro sistema de pensiones – que acarreará descuidar la partida de ingresos públicos, con la impugnación indiscriminada e irresponsable de los impuestos. ¿Por qué se habla de los impuestos como un todo unívoco? Un célebre presidente socialista llegó al poder con el eslogan de que «bajar impuestos es de izquierdas» y luego terminó subiendo el impuesto más regresivo de todos, el IVA. Otros se llenan la boca de retórica reaganiana contra el «expolio fiscal» y cuando llegan al poder suben impuestos sin el menor reparo por la incongruencia. Muchos expertos y todólogos siguen instalados en la cien mil veces desmentida curva de Laffer, ese modelo teórico sin el menor anclaje con la realidad que apunta que cuanto más se bajen los impuestos, más suben los ingresos. Lo cierto es que, en la hora de defender la sostenibilidad de nuestros sistema de pensiones, no bastará con revisar el gasto público; también deberemos acometer un sosegado debate sobre los ingresos, abriendo la puerta a la subida selectiva de algunos impuestos, en especial los progresivos, para garantizar, de nuevo, que contribuyan más a al bienestar del conjunto de la sociedad los que más tienen.
No existen recetas mágicas ni unívocas para debates complejos que exigen análisis técnico y escapar de los mantras ideológicos. Uno de esos mantras sobresale por encima del resto cuando se habla de pensiones: el mantra teledirigido desde altas esferas de poder consistente en rechazar cualquier manifestación de lo público como atajo seguro y definitivo hacia una sociedad de tinieblas, linternas y héroes… con planes privados de pensiones.