Nuestra ciudadanía, todo lo que tenemos

La pregunta que deben hacerse las personas libres no es qué va a pasar, sino qué vamos a hacer, suele recordarnos Fernando Savater. Hoy, con España deslizándose por la inquietante senda de la desintegración, esta pregunta cobra más vigor y pertinencia que nunca.

España se rompe, y nada tiene que ver esto con la quiebra de un ente mitológico, con una continuidad lineal de siglos que nos remita a otras Españas, al esencialismo nostálgico de las naciones románticas. No. Lo que se rompe es la comunidad cívica en que se sustenta nuestra convivencia democrática. Eso es lo que debería ocuparnos y preocuparnos: la costosa ruptura de la unidad de ciudadanos libres e iguales que garantiza y preserva nuestros derechos y deberes iguales, sin espacio para anacrónicos privilegios de origen.

Para empezar, los ciudadanos deberíamos asumir la magnitud del problema escapando de equidistancias tramposas. No están en conflicto dos legitimidades democráticas de signo inverso, ni existe una contraposición ideológica entre un nacionalismo centrífugo y otro centrípeto, pretendido heredero del añejo franquismo carpetovetónico. Todas esas equiparaciones responden en el mejor de los casos al desconocimiento, y, con frecuencia, a la más absoluta impostura. La fricción hoy es entre la legitimidad democrática – un entramado institucional con deficiencias pero plena capacidad para garantizar derechos y frenar arbitrariedades – y la revocación unilateral de esta legitimidad para su sustitución por un estado sin ley, basado en mitificaciones identitarias. La fricción hoy viene dada por el intento explícito de unos individuos de situarse fuera del marco de protección del conjunto de ciudadanos para convertir su arbitraria y despótica voluntad en ley. No existen equidistancias ni terceras vías posibles entre los que quiebran la legitimidad democrática para instaurar un gobierno de imposiciones unilaterales por encima de cualquier límite ni garantía, y los que defendemos el orden constitucional y la legalidad vigente. Y tampoco existe grado intermedio en el deseo de levantar una frontera entre conciudadanos. Se está a favor o en contra de esa frontera. Se defiende la ciudadanía, fuente de la igualdad de derechos sin espacio para privilegios de ninguna clase, o se defiende el derecho de pernada de unos pocos en detrimento de los derechos de los demás. Conviene, además, no engañar ni engañarnos: el coste de la ruptura del orden constitucional lo sufriremos todos. Al contrario de los desvaríos conscientes del sr. Iglesias, los presos políticos suelen proliferar una vez triunfan los golpes de Estado, no cuando éstos se detienen aplicando la ley a todos por igual. El coste de la dilución de nuestra ciudadanía, con la consabida e inherente quiebra de la igualdad de derechos y deberes de los ciudadanos, si bien lo sufrimos todos, será especialmente gravoso para las capas más débiles de la sociedad. Para los que, precisamente, algunas mentes obtusas han ideado la condición de moneda de cambio en el apaño de última hora que anhelan, para así aplacar a los que viven del chantaje y la extorsión (anti) democrática. ¡Qué pedagogía inversa ésa que apunta a otorgar un favor a quien baja del monte sedicioso y se aviene respetar las normas (temporalmente, hasta el próximo chantaje)! Debería recordarlo la presunta izquierda, antes de hablar en nombre de los de abajo. En contra de los de abajo siempre ha estado el nacionalismo. Allí y aquí. Ayer, hoy y siempre.

Tal vez alguno sienta la tentación de ponerse perfil por un puñado de votos o unas cuantas dádivas cuando ese apaño, encaje o componenda se ponga encima de la mesa. Con Plataforma Ahora que no cuenten. No nacimos para buscar creativas soluciones para mermar la igualdad de los ciudadanos españoles; nacimos para restaurar la igualdad de todos los ciudadanos y luchar contra todos los privilegios que quiebran dicha igualdad.

En «Homenaje a Cataluña», Orwell relataba una realidad fácilmente inteligible: «En la Central Telefónica habían arriado la bandera anarquista y sólo ondeaba la bandera catalana. Esto significaba la derrota definitiva de los trabajadores». En su actualización contemporánea, podríamos decir que cuando la bandera identitaria ondee definitivamente por encima de las grandes reivindicaciones igualitarias que se encuentran en la génesis de la izquierda, los intereses de los trabajadores habrán sido definitivamente enterrados. Ésa parece ser la senda por la que peligrosamente se desliza la izquierda oficial de nuestro país, oficiando desde hace años con orgullo como izquierda reaccionaria.

Algunos no tenemos ningún bien material reseñable. Somos titulares, únicamente, de un bien presuntamente inmaterial, una abstracción, sí, pero con implicaciones totalmente tangibles: nuestra condición de ciudadanos. Sí, nuestra ciudadanía democrática: los derechos, deberes y garantías que detentamos todos por igual, de acuerdo a las leyes comunes que a todos nos igualan. Sin espacio para privilegios con arreglo a nuestro lugar de origen, a nuestra condición sexual, a nuestra renta, a nuestras opciones afectivas, religiosas o culturales. La defensa de este principio radical, el que equipara a todos los hombres y mujeres sin excepción, está en el origen de la izquierda. Cuando estos principios quedan enterrados a mayor gloria de las pulsiones identitarias, como bien advertía Orwell, la izquierda será derrotada y los intereses de las personas más débiles de nuestra sociedad completamente precluidos, olvidados o directamente sepultados.

Las leyes que nos hacen a todos ciudadanos libres e iguales – las mismas que están siendo masacradas explícitamente en nuestro país – casan mal con el derecho de pernada que algunos reclaman, y no pueden conjugarse con los privilegios de unos pocos (de unas determinadas élites) disfrazados de singularidad identitaria. Las leyes democráticas no son sólo garantía de convivencia pacífica, sino que constituyen la única barrera efectiva contra el abuso del fuerte sobre el débil, del poderoso sobre los demás.

Si triunfa el golpe contra la democracia… si secuestran, en fin, nuestra condición de ciudadanos libres e iguales, entonces sí que estará todo perdido. Los que no tenemos más que nuestra condición de ciudadanos seremos conminados forzosamente a la de nativos de un territorio, extranjeros en nuestro propio país, sin derechos ni garantías. Será la culminación irreversible del forzado regreso a la sociedad estamental, sueño (pesadilla) inequívoco de esta involución reaccionaria.

No lo permitamos. Está en juego nuestra ciudadanía, todo lo que tenemos.