Una justicia estamental y una «izquierda» desnortada

El frenopático de nuestra progresía local sigue abierto de par en par. En un nuevo brote de infantilismo (pre)democrático, los progres de salón – especie reaccionaria por excelencia – han puesto el grito en el cielo por enésima vez ante el acuerdo de la magistrada Lamela de prisión provisional para los consejeros del ex gobierno de la Generalitat que efectivamente han comparecido a requerimiento judicial, a excepción del Houdini  Vila– hoy pretendido paladín de ese nacionalismo moderado y sensato, oxímoron supremo – . El indignado lamento por la decisión judicial se ha producido en la mejor de las tradiciones nacionales: sin haber leído una sola línea del Auto que acuerda dicha medida cautelar. Como no podía ser de otra manera: un nuevo ejercicio de toma de posición gregaria y apriorística, sin regalar un ápice de consideración al rigor o a la congruencia intelectual.

Los que hoy simulan indignación por la prisión provisional, reivindican, tal vez sin saberlo, una justicia a la carta. Una justicia diferenciada según el justiciable, una esencialmente desigual y dócil frente a los privilegiados. No convierten en mártires a los golpistas las resoluciones judiciales adoptadas con plenas garantías por los jueces y magistrados en un Estado de Derecho, sino la degradación intelectual de una supuesta izquierda de salón que quiere un Código Penal de exclusiva aplicación para los débiles. ¡Menuda tomadura de pelo!

Los todólogos de las ondas y televisiones, y los multimillonarios que juegan a la revolución sin percatarse de que lo que están perpetrando es, más bien, una mayúscula involución, seguramente no hayan pisado un juzgado en sus vidas. Son gentes que solo levantan la voz cuando la ley se aplica a una casta privilegiada, por el mero hecho de ser una casta privilegiada nacionalista. No pueden escapar de su cárcel de cristal intelectual, cimentada en ese triste Síndrome de Estocolmo que les hace creer que todo lo que sea nacionalismo identitario es bueno. En esa ensoñación que les tiene cautivos y sometidos política e intelectualmente, cualquier compañero de viaje es bueno para hacer frente a la derecha. Aún no se han enterado de que no hay peor manifestación de la derecha que el propio nacionalismo, al que rinden pleitesía hasta en casos extremos, rozando el esperpento, como hoy.

Porque quienes hoy ingresan en prisión no lo hacen por aplicación de la Ley de Transitoriedad Jurídica, ese bodrio impropio de una sistema democrático, más bien paradigmático de un régimen totalitario. Ingresan en prisión por así interesarlo el Ministerio Fiscal y acordarlo con la debida fundamentación jurídica la magistrada Lamela. Un Estado de Derecho con carencias, pero que funciona. Potenciales penas muy altas, indicios sólidos de comisión delictiva (plural), riesgo de fuga – espoleado por el comportamiento circense de sus correligionarios prófugos – riesgo de reiteración delictiva, posibilidad de obstrucción a la justicia… todos y cada uno de los presupuestos para la adopción de esta medida cautelar, gravosa pero proporcionada, concurren aquí. Es lo que tiene el delito, que no debe salir impune. Con todo, nuestro sistema es suficientemente garantista como para que no les falte la posibilidad de recurrir, el derecho a una segunda instancia, el derecho a una defensa integral; el derecho, en fin, a la tutela judicial efectiva… que precisamente consagra el artículo 24 de nuestra CE, ésa contra la que enfilan siempre que tienen ocasión.

Volviendo a nuestros progres predilectos, que ahora claman desaforados sobre la impertinencia de la decisión, llama la atención la poca idea que tienen de nuestro sistema judicial. ¿Acaso creen que es la primera prisión provisional que se acuerda? ¿Ignoran tal vez que se adoptan decenas de medidas cautelares de esta índole cada día en nuestros juzgados y tribunales? Y por hechos sustancialmente menos graves, con riesgos de fuga notablemente más difuminados, con indicios sumamente más endebles. Bien está que se luche por la no adopción indiscriminada de la medida cautelar más gravosa de cuantas existen, y en favor de la no desnaturalización de un instituto jurídico excepcional al que no se puede recurrir gratuitamente, pero sugerir que su aplicación ha de modularse a conveniencia si concurren factores políticos que respalden, por mera rentabilidad electoral o por la simple tranquilidad del personal, la excepción arbitraria de la ley, es pura y simplemente una barbaridad.

Cuando nuestra izquierda oficial enarbola su penúltima bandera reaccionaria, y lo hace creyendo vindicar una causa justa y hasta revolucionaria contra el sistema, vuelve a desbarrar estrepitosamente. Vuelve a ubicarse del lado de los poderosos, levantando la voz cuando éstos son tratados como el común de los ciudadanos. Mientras, sigue resultando atronador su silencio cómplice cuando se conculcan los derechos de los que no tienen voz (que se lo digan a la madre coraje de Balaguer).  Alzan la voz, únicamente, para clamar en favor de un privilegio, de una justicia impropia de democracias homologables, y que casa mejor con tiempos felizmente superados, los tiempos de la justicia estamental, perfilada con arreglo a los privilegios de origen y a la posición de cada uno. Es la misma izquierda que organiza autos de fe versión identitaria para sancionar con la palabra policía por excelencia – facha – a Paco Frutos o Lidia Falcón, históricos luchadores por la libertad desde una izquierda real y no superficialmente nominal. La misma izquierda (de izquierda solo tiene el nombre) que vuelve a dejarnos claro que las ideas y comportamientos más fachas del mundo llevan su impronta.  Para muestra, un botón.

Transitoriedad: hacia las tinieblas de un Estado sin ley

Asistimos atónitos a la filtración de ese borrador de ley promovido por el gobierno autonómico catalán, que hemos conocido en fechas recientes. Este documento se postula como el marco legal para acelerar el proceso de desconexión de Cataluña con el resto de España, y ha recibido, en un intento de dotarle de la autoridad jurídica de la que carece, el nombre de Ley de Transitoriedad Jurídica.

La transición, y eso se omite, es inexorable, sí, pero hacia las tinieblas. No otra cosa puede colegirse de tamaño bodrio de apariencia (pseudo) jurídica en base al cual el Gobierno de una Comunidad Autónoma- esto es, de una demarcación administrativa del Estado- se arroga la potestad de declarar la independencia unilateral en base a un derecho inexistente. Este ejercicio de voluntarismo jurídico, en la escalofriante peor tradición histórica de los regímenes autoritarios, tiene por objeto crear el marco de legitimidad que las propias leyes democráticas, deliberadas y votadas por el conjunto de los titulares de la soberanía nacional, no contemplan. El traje a medida confeccionado por estos sastres de la independencia reúne todos los requisitos para responder a la voz de golpe de Estado. Sin atajos ni disimulos, quizás extemporáneos en este momento avanzado de descomposición democrática.

Así, el presidente de la nueva República – valga la paradoja de maltratar las palabras, pues nada más alejado del espíritu republicano que las unilaterales rupturas de ciudadanía en nombre de la identidad – se vería investido de la potestad de nombrar al Fiscal General de Cataluña (sic) y al presidente del quimérico Tribunal Supremo Catalán. Como suena. Semejante fórmula, destilería del peor despotismo, haría bueno, en fin, al muy mejorable sistema de elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial en nuestro país. Cosas veredes.

Pero hay más. La presunta ley ampararía, ni más ni menos, una amnistía generalizada de todas las causas vinculadas con el proceso independentista. Como una burda réplica de la otrora afortunada amnistía post franquista, nuestros aprendices de totalitarismo jurídico introducen obiter dicta (dicho de paso), como en las peores sentencias, un generalizado sobreseimiento y archivo de múltiples casos de corrupción que, al calor de las ínfulas patrióticas y de los hechos diferenciales, han proliferado por doquier. La bandera eximiendo hasta sus últimas consecuencias los onerosos deslices de la cartera, ya saben.

Igualmente, la Generalitat, investida de un poder casi omnímodo, pasaría a ser titular de cualquier clase de derecho real sobre todo tipo de bienes en Cataluña. Como si de una entidad sobrenatural se tratase, como si la demarcación administrativa en cuestión no fuese sino un páramo secular de identidades diferenciales, el documento de marras habilitaría una especie de incautación de los bienes del Estado que operaría en el vacío. Sin atisbo de vergüenza ajena, como si semejante propuesta tuviera encaje distinto al que habilita el Código Penal. De un tenor semejante, la propuesta de revocar los concursos públicos convocados y aprobados por los funcionarios del Estado que, sin embargo, y dentro de la magnanimidad de los próceres de la ruptura, tendrían la oportunidad de… volver a concurrir a los concursos públicos que se convocaran en Cataluña. Suponemos, en fin, que arbitrados bajo criterios étnicos. Hasta un descreído impenitente lo diría: ¡qué Dios nos pille confesados!

Este borrador de ley, por decir algo, no es que sea una verdadera charlotada de mal gusto, ni que triture algunos principios básicos de nuestro ordenamiento jurídico como la separación de poderes, la seguridad jurídica o la jerarquía normativa. Todo eso también. Es que, además, y si hemos de ser medianamente rigurosos, no pasaría los filtros más básicos y rudimentarios del ordenamiento jurídico de un sistema autoritario laxo. Es tan inconcebible, tan grotesco, tan irrespetuoso con los más elementales principios democráticos que parece diseñado por un caricaturista. En eso parece estar degenerando el prusés: en una mala y peligrosa caricatura, articulada al son de la desobediencia flagrante, de la inobservancia deliberada de la ley y la Constitución, de la desconexión radical con la democracia y todas sus garantías. Cualquier otra denominación que la de golpe de Estado sería eufemística y tramposa.

El Estado no puede mirar hacia otro lado. No cuando se inflige un golpe tan deliberado y letal contra sus cimientos, contra toda la arquitectura constitucional. Hay instrumentos de posible y factible aplicación (el Tribunal Constitucional, la Constitución española y su artículo 155, y el Código Penal, entre otros), y su no aplicación sólo obedecería – y obedece- a tacticismos políticos, a incongruentes equilibrismos entre quien está investido de legitimidad democrática y quien desafía la misma y no piensa ceder un ápice en este desafío. La transitoriedad que se nos presenta es hacia un Estado sin ley, hacia una ruptura radical de la ciudadanía compartida de todos los españoles y de la democracia que nos ampara. Y cuando la ley democrática decae – siempre ha sido así a lo largo de la Historia- suele entronizarse inmediatamente después la ley del más fuerte. Las tinieblas, en fin.

Ésa, y no otra, es la transición que pretenden. Con la pasividad irresponsable de la derecha gobernante y la aquiescencia cómplice de nuestra izquierda reaccionaria. Razones de sobra hay para alzar la voz. Sin demora ni dilación, porque a la salida del túnel, el que nos compelen a recorrer con la manida transitoriedad, nos espera uno de los males superlativos que puede experimentar la humanidad: asistir al levantamiento de una nueva frontera.

No lo permitamos.