El precio de la civilización

 

Sostenía el magistrado norteamericano Oliver Wendell Holmes Jr. que «los impuestos son el precio de la civilización». En este tiempo que nos ha tocado vivir, en el que la posición antipedagógica de comentaristas y todólogos ubicuos pasa por considerar de manera generalizada todo impuesto como un robo del Estado – y a éste como una estructura coercitiva que constriñe un estado de naturaleza ideal y libérrimo (tan bucólico como irreal) – se antoja más necesario que nunca recuperar la cita y centrar el debate con el mínimo rigor.

¿Todos los impuestos son iguales, los directos y los indirectos, los progresivos y los proporcionales, los que gravan las rentas del trabajo y los que gravan las del capital? El ex presidente José Luis Rodríguez Zapatero llegó a proclamar, en pleno furor electoral, que bajar impuestos era de izquierdas. Terminó, claro, subiendo el IVA, impuesto que grava el consumo y carece de la progresividad de otros tributos, afectando especialmente a las rentas más bajas y a las personas más débiles. Ciertamente, la estigmatización generalizada de los impuestos ha sido asumida con fruición por propios y extraños, a un lado y otro del tablero político. Para que luego digan que la socialdemocracia ha fracasado. Con políticas fiscales del calado antisocial de la reseñada, más bien habrán fracasado los espurios sustitutos que algunos han vendido bajo ese disfraz, desprovisto completamente de su significado primigenio.

Es harto complicado sostener hoy posiciones políticas diferentes, y desarrollar la difícil pero imprescindible pedagogía fiscal – alejada de todo populismo rampante – de explicar que sin impuestos, los servicios sociales son insostenibles. Sin una presión fiscal proporcionada y justa, el Estado de Bienestar no será más que una entelequia teórica presta a ser desmantelada, como por otra parte pretenden muchos de los que calumnian al Estado imputándole sin rubor delitos varios de apropiación indebida.

Recientemente trascendió a la prensa la noticia de una exención fiscal para las rentas bajas. Cabría ser prudentes antes de hagiografiar la medida, lanzando las campanas al vuelo y aprovechando la ocasión para hostigar cualquier noción impositiva como sostén de la solidaridad. Quizás garantizar que quien paga muy poco no pague nada no sea algo descabellado. Tal vez pueda ser hasta positivo. Pero cabría reflexionar sobre si esta medida revertirá los verdaderos dramas que asolan, en forma de desigualdad creciente, nuestras sociedades. Cabría, al tiempo, interrogarse si es justa compensación a esta frugal rebaja fiscal el progresivo desmantelamiento de los servicios sociales al que nos abocan amnistías y fraudes fiscales, o contribuciones deficientes de las rentas del capital y  de las grandes empresas o patrimonios. Porque de lo que no cabe la menor duda es de que, en un contexto laboral de generalizada precariedad y dramática proliferación de los sueldos paupérrimos y los contratos basura, cuando no en perfecto fraude de ley, esas rentas bajas no pueden permitirse que un leve ahorro instantáneo en sus economías sea neutralizado con drásticos recortes en sus derechos sociales. Y por ese escalofriante camino sigue discurriendo la dinámica política predominante, sustentada en la hegemonía ideológica del mantra neoliberal y desregulacionista.

No, ni todos los impuestos son iguales, ni la gran mayoría de ellos suponen una injusticia en un sistema fiscal verdaderamente progresivo. De lo que se trata, más que de engordar las páginas del papel cuché neoliberal, es de garantizar que los sistemas de protección social que han transformado en positivo la vida de millones de personas (que, en cualquier otro contexto, vivirían al borde de la marginación social) puedan garantizarse en cuanto a su sostenibilidad y su calidad. Ése es el legítimo deseo de quienes somos conscientes de que en la vida los seres humanos nacemos en contextos sociales dispares y desiguales, y que, a lo largo de nuestra existencia, diferentes factores -algunos completamente ajenos a nuestra voluntad- agravan o pueden agravar dichas desigualdades. Por eso precisamente, merece la pena trabajar para articular sociedades más equitativas y justas, donde los más débiles no sean avasallados por la dramática arbitrariedad de los estados de naturaleza, donde siempre impera la «natural» ley del más fuerte.

Junto al viejo magistrado, yo también creo que los impuestos -un sistema fiscal justo y verdaderamente progresivo, donde los que más tienen contribuyen más a la solidaridad del resto de sus conciudadanos- son el precio de la civilización. El justo y ponderado coste ético de no vivir en un mundo de cartas marcadas a perpetuidad, donde la brecha entre poderosos y débiles sea insalvable. Un precio justo para un mundo mejor.