AHORA, una izquierda cívica

El verdadero hecho diferencial español no es climatológico ni gastronómico, es político. Y reside en la izquierda, más concretamente en los presuntos titulares de ese espacio político en nuestro país. Así, la izquierda orgánica y oficial por estos lares es una izquierda que ha hecho de la connivencia con el nacionalismo su propia seña de identidad. Ya lo apuntó con claridad Antonio Muñoz Molina: «en España, primero se hizo compatible ser de izquierdas y nacionalista, después se hizo obligatorio». Si la obligatoriedad de ambas condiciones políticas es intolerable, la gravedad del asunto recae en su pretendida compatibilidad. Precisamente porque no existe tal compatibilidad. No hay posibilidad alguna de entendimiento ideológico entre la izquierda y el nacionalismo, a pesar del esfuerzo de demasiados por vendernos como factible tamaña cuadratura del círculo. El nacionalismo identitario siempre es reaccionario, siempre se ubica en las antípodas de cualquier pulsión progresista. La izquierda que se reconozca nacionalista simplemente no es izquierda. O, lo que es aún peor, es izquierda reaccionaria.

La Plataforma Ahora nace con el objetivo ambicioso de reformular la izquierda de nuestro país. La izquierda existente, al menos dentro de la ortodoxia clásica de los dos partidos políticos que se arrogan la representatividad exclusiva y excluyente de ese espacio ideológico, es una izquierda que ha abandonado de manera deliberada la lucha por la igualdad. Este abandono ha sido espuriamente disimulado por una sustitución de la bandera igualitaria por otra de cierta similitud morfológica pero antitético significado: donde antes se escribía igualdad, hoy leemos identidad.

La identidad es un concepto peligroso porque en demasiadas ocasiones se configura como disolvente de la ciudadanía. La identidad, para ser democrática, tiene que ser libre y no puede prefigurar los derechos y deberes que nos corresponden como ciudadanos. Una identidad que actúe como filtro de nuestros derechos es siempre una identidad lesiva y agresora de nuestra ciudadanía democrática. Las únicas identidades que son respetuosas con nuestra condición de ciudadanos son aquellas que se desarrollan con libertad una vez queda perfectamente definida la igualdad de derechos en que se concreta nuestra cualidad de ciudadanos. La ciudadanía no viene dada por nuestro nacimiento en un determinado terruño, ni por la pertenencia a una etnia, ni por la hegemonía de un grupo cultural, ni por el uso preeminente de una lengua. Al revés, todas estas cuestiones han de subordinarse al verdadero nexo de unión entre los ciudadanos que conformamos una comunidad política democrática. Ese nexo de unión, ese aglutinante democrático si se quiere, son las leyes que nos hemos dado para regir nuestra vida en común. Leyes que son democráticamente otorgadas por todos y que a todos nos igualan. Así, en un sistema democrático todos y cada uno de nosotros tenemos la obligación de respetar las leyes comunes que operan en pie de igualdad para el conjunto de los ciudadanos y respecto a las cuales somos todos escrupulosamente iguales. Una vez perfilada, definida e interiorizada nuestra cualidad de ciudadanos, es cuando podemos hablar de identidad. Pero, ojo, identidad o identidades libres. Totalmente libres. La identidad puede ser tan personal que nos encontremos ante individuos que eligen ser parecidos a sus vecinos o muy diferentes respecto a los mismos. Cada uno podrá, así, tener más apego a un lugar que a otro, o no tener especial filia por ningún lugar en concreto. Incluso, será legítimo no sentirse especialmente vinculado al lugar donde uno nació. En democracia somos tan libres de conformar afectos o desafectos hacia territorios como hacia personas, grupos musicales o equipos de fútbol. Nadie puede obligarnos a sentirnos más de un sitio que de otro, lo único que se nos puede exigir es conocer y respetar la leyes que ahorman nuestra ciudadanía. A partir del respeto a esas leyes comunes, todos somos libres de conformar la identidad o identidades que prefiramos, sin cortapisas ni contratos de adhesión.

Volvamos a la izquierda. Nuestra izquierda orgánica, nuestra izquierda oficial, nos ha decepcionado. Resulta tan desolador como real. Ha dejado caer al suelo la bandera igualitaria y ha sustituido la misma, bien explícita o sutilmente, por las pequeñas causas identitarias. Algunas loables, y otras (como la centrifugación territorial) completamente repudiables. Pero, en fin, relegar u olvidar la igualdad no es buena cosa. No es, desde luego, algo muy progresista. Ni muy de izquierdas. En nuestro país, no existe una sanidad ni una educación iguales para todos los ciudadanos. Según el lugar donde a uno le haya tocado nacer, cada ciudadano sabe que recibirá unas prestaciones sociales mejores o peores. Incluso en términos de financiación autonómica, ahora que tan de moda está proponer su reforma, existen privilegios fiscales inaceptables fundamentados en pretendidos derechos históricos. Sí, sustentados en el sostenido prejuicio de que un tiempo sin luces, perdido en la Historia, es fuente de legitimidad: una suerte de legitimidad primigenia y preferente a la legitimidad democrática que emana de nuestra Constitución. Y, he aquí la paradoja suprema: vemos como la izquierda oficial ha asumido con fruición la defensa de estos prejuicios identitarios. La atrabiliaria concepción que subyace tras los mismos es la consideración de que el lugar de nacimiento, ese hecho puramente fortuito y casual, determina unas peculiaridades culturales que nos hacen acreedores de unos derechos u otros. Es decir, haber nacido en un lugar, ser de un territorio concreto, nos hace nativos, condición previa y excluyente de la de ciudadano. No seríamos, según semejante supremacismo, ciudadanos de un Estado, sino nativos de un terruño. Como las plantas, seríamos seres con raíces, y esas raíces determinarían nuestra condición política. Tal aberración, seña de identidad del nacionalismo, se ha convertido en la España de hoy en espurio leitmotiv de nuestra izquierda.

Ahora resulta más necesario que nunca desmontar esta patraña. Recordar que la izquierda no nace de las identidades, sino del ideal de ciudadanía. Las fronteras, contingentes y tal vez transitoriamente ineludibles, no son una buena cosa. Las fronteras restringen nuestra humanidad, delimitan la posibilidad o imposibilidad de acceder a unos determinados derechos. Si defendemos la actual configuración de nuestras fronteras no es para ensimismarnos ni encerrarnos dentro de las mismas, sino para preservarlas de un riesgo democrático absoluto: su arbitraria fragmentación. Parcelar las fronteras existentes, sin otra justificación que prejuicios identitarios (y una clara pulsión insolidaria tan cara a todos los reaccionarios que en el mundo han sido… y siguen siendo), fragmentar nuestra ciudadanía, levantar una frontera entre conciudadanos… todo ello constituye una verdadera agresión democrática. Pero hay más. Desde la óptica de la izquierda, de la izquierda como ideal emancipatorio y transformador de las condiciones sociales y de vida de los más débiles, fracturar la esfera de lo público – atomizar los Estados democráticos en que se articulan las naciones cívicas para transitar hacia una realidad de pequeños mini Estados sustentados en torno a naciones etno-identitarias –  es una política radicalmente regresiva. Reaccionaria. Y, en cuanto subordina igualdad a identidad, es una política netamente anti-izquierdista.

La Plataforma Ahora no cree que el problema radique en la extemporaneidad de los anhelos clásicos de la izquierda. Pretender un mundo más justo, con menos desequilibrios sociales, con menos desigualdades, no es una utopía. No hablamos de «tomar el cielo por asalto» (otro engaño que ha frustrado a tantos bienintencionados) sino de defender, prestigiar y ampliar el Estado del Bienestar. Acometer ambiciosas políticas públicas, hacer de los servicios sociales no el último reducto depauperado de una sociedad semi-privatizada, sino servicios de vanguardia que permitan a la gente más débil no caer nunca del lado de la exclusión. Creemos que la redistribución de la renta es posible, viable y recomendable. Pero para todo ello, es condición necesaria e imprescindible articular una izquierda diferente, una verdadera izquierda cívica. Una izquierda que no sea enemiga explícita del Estado, presupuesto previo y condición de necesidad del Estado del Bienestar, sino todo lo contrario: firme defensora del Estado como instrumento de igualdad, como soporte de la nación cívica y democrática de ciudadanos libres e iguales. Una izquierda detractora de las naciones identitarias y excluyentes que propugnan el fraccionamiento de nuestra ciudadanía. Proponemos una izquierda que abogue por superar los ensimismamientos territoriales, por derribas fronteras y muros entre conciudadanos, por acelerar en una integración europea justa e igualitaria, por construir espacios políticos supraestatales y no por fracturar los espacios políticos y públicos ya existentes.

A mayor fraccionamiento de esos espacios públicos, más debilitados resultarán los anhelos políticos de la izquierda. Más alejados y más borrosos estarán los ideales de justicia social, de igualdad, de transformación de las condiciones de vida de los más débiles. Más complicada y más utópica será la redistribución de la riqueza. Cuanto más nacionalismo, menos izquierda. Para revertir la actual dinámica – patrocinada por un trilerismo conceptual que aboca hacia la dilución de la izquierda en la maraña identitaria – y para conformar una verdadera alternativa de izquierdas, igualitaria y transformadora, AHORA es el momento y el lugar.

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